Capítulo 1

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Por esos días la pena se acumulaba como la lluvia en las calles

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Por esos días la pena se acumulaba como la lluvia en las calles. La multitud que transitaba a mí alrededor parecía no darse cuenta de ello. Eran miles de personas individualistas: hombres y mujeres en lujosos trajes, escondidos detrás de sus teléfonos celulares y atrapados en el vertiginoso ritmo de la ciudad. Eran miles de vidas completamente ajenas a la mía. A pesar de estar rodeado por todas esas personas, me sentía solo como un naufrago olvidado, a la deriva, en medio del océano.

Caminar por el centro de Santiago me resultaba difícil, mi estomago se apretaba cada vez que me cruzaba con parejas que utilizaban la calle como el escenario perfecto para demostrar su amor y besarse con pasión. Ese día no fue la excepción. Me detuve en una esquina, a contemplar con disimulo, una pareja que compartía relajadamente tomados de la mano. Ambos reían sin preocupación, quizás, por un viejo chiste o una anécdota que no logré identificar. Eran jóvenes y atractivos. Indiferentes a las miradas ajenas y convencionales de un mundo que no escatimaba en prejuicios y estereotipos, eran libres como dos golondrinas en una tarde de verano. Tuve la sensación de haber experimentado antes la misma vivencia. Sí, yo había sido como ese hombre, no hace mucho tiempo atrás, o por lo menos esa era mi impresión. Me recordaban un tiempo pasado, feliz. Di media vuelta, sintiendo un amargo sabor en la boca y continué mi camino, deseando, a la vez, poder borrar de mi cabeza aquellos recuerdos y no evocar aquel sentimiento romántico nunca más.

En nuestros primeros meses de pololeo con Mayra, solíamos perdernos por esas mismas calles, buscando lugares donde poder compartir un momento juntos. Me encantaba estar junto a ella y no había segundo en que no se lo hiciera saber. Fue así como un día cualquiera, nos encontramos con una pequeña cafetería ubicada en los alrededores de mi trabajo. Solíamos ir allí a tomar chocolate caliente. Era un lugar tranquilo y acogedor, perfecto para conversar por horas. Me hacía sentir que nada cambiaría entre nosotros. En casa continué preparando comidas que no incluyeran carne -a pesar de no ser vegetariano como ella-, tampoco faltaban las ensaladas y reemplacé el consumo de bebidas azucaradas por agua, tal y como ella me lo había recomendado alguna vez. Seguí preocupándome de los perros callejeros que divagaban por mi barrio, los alimentaba y cuando llovía los dejaba entrar a la casa para que no se mojaran. Antes de Mayra ni siquiera me daba cuenta de ellos, los ignoraba por completo como lo hace la mayoría de la gente, pero ella no era como el resto y siempre se tomaba un tiempo para acariciarlos, hablarles y darles algo de comer. Admiraba su pasión y amor por los animales. Mayra siempre estaba presente, en todo lo que hacía. Acordarme de ella sabía a dolor; intenso y desgarrador.

El único momento en el que lograba, por unos minutos, dejar de pensar en ella, era cuando hacia clases. Mantenerme ocupado me ayudaba, pero el dolor que se había incrustado como una daga en mi pecho, no se quitaba con nada. Me acompañaba a todos lados. Como el aire que respiro, siempre estaba allí. Recorría mi pecho, subía por mi garganta y me dejaba sin habla. Ese sentimiento se había sembrado hace unas semanas y desde entonces batallaba contra el. A mis 25 años me encontraba noqueado por el dolor que causa perder a la persona amada y esas calles eran testigo de la pena que cargaba en mi interior. ¿Quién diría que ahora esas avenidas cobrarían tanta importancia? ¿Qué ironía que todo me recordara a ella? Creo que cuando uno termina con el amor de su vida, la nostalgia se convierte en nuestra mejor amiga.

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