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Félix miraba al amanecer, deleitándose de lo hermoso que era presenciarlo sin ningun momento industrial atravesado, pese a la calma que le causaba, sus ojos ni irradiaba esa tranquilidad, más bien brillaban de enojo, enojo que le había causado su querido amigo Fede. Pues el soplón idiota le había dicho su paradero a Abby. Y ella, como agua que lleva la corriente, le había dicho a Lily.

El frío que empezaba a llegar a Prípiat era lo suficientemente fuerte como para que ese día absolutamente nadie quisiera salir de sus hogares, lo cual le resultaba muy sospechoso a él. El día anterior no vió a Golden por ningún lugar y Loon parecía absolutamente nervioso desde hacía poco.

Hasta que el sol desapareció entre todas las nubes se levantó del parque donde estaba y caminó por la zona, en un intento de llegar a su hogar y poder ir a dormir.

Lo que había costado acostumbrarse a invertir su reloj de sueño fue mucho, aún no lograba llevarlo por completo. Habían noches en que no salía de su casa por haberse quedado dormido cual tronco.

Además de eso, unas pesadillas empezaron a llegar a sus sueños como gotas de lluvia, causándole insomnio y mucho dolor de cabeza. Tal vez por eso estaba tan desbalanceado.

Al llegar a su hogar ignoró todo a su alrededor para llegar a su preciado destino, su cama. Desde que Fede le había logrado traer unas mantas limpias él pudo sentirse mucho más cómodo, pero aun así no lograba dormir.

No supo cuánto tiempo miró al techo, o por cuánto tiempo escuchó a los grillos trinar mientras intentaba dormirse.

Sus ojos se abrieron con cansancio, el olor de un dulce pastel le hizo levantarse lentamente y caminar con pereza por su casa sin prestar atención a las paredes pasteladas y el sonido de sus pantuflas al golpear el suelo.

Se sentó en el comedor y saludó a su amada madre. Ella le sonreía con amor acercándose a él para darle un beso sonoro en la mejilla, junto a un pedazo de pastel. El chico de cabellos rosas sonrió mirando a su plato, y empezando a degustar del postre, por alguna razón un nudo se estaba formando en su estómago.

Cada mordida empezaba bien, con la textura esponjosa y dulzona del pastel, para terminar con un sabor amargo y metálico. Hasta la última cucharada fue cuando notó que algo se estaba moviendo en su boca.

Levantó la mirada, asustado por un momento al no encontrar a su madre allí, nada estaba en su lugar, las paredes tan cálidas habían cambiado, ahora eran de tonos oscuros y mohosos, muertos. Con un peculiar y asqueante olor a putrefacción.

Por un momento no quiso bajar la mirada, pero su cuerpo se movía por sí solo, tras bajar la vista lentamente, se encontró con partes cercenadas de una persona servido en el plato. Las arcadas y ganas de vomitar llegaron a su garganta rápidamente.

Abrió los ojos de golpe junto a un jadeo pesado. Pasó las manos a su boca, inspeccionándola con saña, no había absolutamente nada dentro que pudiera causarle peor experiencia. Suspiró aliviado, ahora mirando la oscuridad de su alcoba.

Se sentía tan aislado en su habitación. Amaba el teatro, pero sin gente rondando por allí como recordaba de niño, el lugar se sentía sombrío y vivo, vivo en el sentido de que cuando menos te lo esperabas alguna pared podría devorarte sin dejar rastro, o podrías reconocer las charlas muertas que las tablas de madera daban entre sí, malévolas.

Sacudió la cabeza rápido y empezó a tararear una canción, sintiendo que con la música (más específico, su voz) la estructura calmaba sus ansias terroríficas. Sacudió la cabeza, levantándose de golpe mirando a la ventana, era ya algo entrada la noche.

AISLAMIENTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora