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HUNTER CAMPBELL

—¡Isobel, no! —aulló Mía a la par que Isobel disparaba la pistola semiautomática a quemarropa, era una Desert Eagel, la reconocí al segundo de verla. 
«¡Isobel, no!» 
«Isobel»
«Isobel» 
Mía se sabía su nombre. La conocía. 
Miré a Isobel después de once años. Era hermosa, pero más hermosa era el tormento que tenía delante de mí, cogiéndome la cara entre sus manos. 
—Hunter —Mía me pasó el pulgar por el rostro magullado, manchándoselo de sangre. La miré, deseando esconderla del mundo cruel. Sollozó y me pasó la mano por los mechones de pelo negro azabache. Isobel parpadeó anonadada—. Hunter, mírame —me rogó Mía y accedí a su ruego; la miré, me embriagué de su mirada color ámbar. No había nada que comparar. Mía era perfecta, con su cabello ondulado color cobre, sus pecas —pocas, pero adorables—, su cuerpo y sus curvas seductoras. No estaba subyugado al pasado, estaba subyugado a Mía. 
—Mía —la voz de Isobel me alarmó, era áspera y pavorosa—, apártate de él. 
Nunca se apartaría de mí. 
—Nunca —Mía se enfrentó a ella en un arranque de cólera—. Apártate tú de él. 
La agarré, rodeando su cuerpo y pegándome su espalda desnuda y perlada de sudor al pecho.
¿De qué la conocía, además de ser dos gotas de agua? 
—¿De qué la conoces? —le pregunté a Mía y cubrí su cuerpo con el mío, colocándome entre ambas. 
—Soy su tía, Hunter —se colocó un mechón de pelo con el arma—, ¿te sorprende? —asentí. Su tía. Miré a Mía por encima del hombro. ¿Por qué nunca me nombró a su tía?—. Ven aquí, mocosa. 
«Mocosa»
«Ven aquí, mocosa»
Sabía qué efecto tenía en mí aquella palabra. 
Jesse O'Donnell me llamaba así. 

—Eh, mocoso —me llamó el capullo de Jesse a la entrada de Lord Byng—. Ven aquí, hombre. 
Un mes de clase y ya quería desaparecer del mapa. Jesse O'Donnell era popular entre los alumnos de Lord Byng en West Point Grey, como lo era Kenneth Hughes, ambos eran del 88, guapos y empoderados, pero, además de eso, no parecían soportarse. Jesse llamaba a Kenneth: huérfano, y a mí: lacayo del pobre huérfano o mocoso; así que os podéis hacer una concepción de cuán mal nos caía aquel anormal de pelo decolorado como Draco Malfoy.  
Agarré con fuerza el balón de rugby y me acerqué a él con ganas de patearle el culo. 
Jesse fumó de su Joy —su porro—. JJ lo apodé cuando, un mes atrás, me llamó mocoso.  
—¿Una calada? —aguantó el humo denso en sus pulmones. Negué y Jesse me robó el balón de las manos—. Eres un mocoso, Hunter, vas de popular, con ese balón de rugby, pero no lo serás hasta que aparezcas en una Yamaha con una chupa de cuero negro puesta.
Jugó con el balón y una melena color fuego se coló entre ambos, arrancándole el balón de rugby de las manos y el porro de la boca. 
—No fumes aquí —ronroneó con acento escocés. 
Quería regresar a la educación no formal en casa. 
—Hunter Campbell, ¿no? —Jesse se fue, dándole una palmada en el culo. ¿Podía hacerlo? 
—Sí y, ¿tú eres? —escupí déspota; y ésta, ¿quién coño era? Su rostro pecoso me mareó; odiaba las pecas. 
—Isobel Anderson —me pasó el brazo por los hombros y sus pechos redondos y pecosos me alegraron el día—, la psicopedagoga del centro. Encantada de conocerte.  

—No vuelvas a llamarla mocosa —le escupí con frenesí. Era la tía de Mía, ¡joder! Era una broma de mal gusto. Isobel me trató como psicóloga para superar el pasado, pero cuando se marchó recaí. Las recaídas nunca fueron buenas. Con su marcha pasé a ser Mía, una alumna notable con adicciones. 
—¿Por qué? —Isobel sollozó, pero no sentí pena, es más, no sentí nada al tenerla frente a mí. Nada. Sólo rencor y... ¿asco? Mía me abrazó por la espalda—. ¿Te recuerda a nosotros, amor? 
Su manera de llamarme amor me provocó náuseas. Nosotros. Hubo un momento en el cual ese nosotros lo era todo para mí: era oxígeno, era paz, era hogar. Ese nosotros —ahora— era fosgeno, un gas mortal. 
—Nunca hubo un nosotros —le eché en cara, riéndome a todo pulmón—. Nunca. 
Mía estaba blanca. 
—Tú... —balbuceó llorando—. Tú abusaste de él —aulló y, un segundo después, Mía le arrancó el arma de las manos, la agarró por los brazos y usando su cuerpo y su fuerza la lanzó y acabó delante de mí, con el pecho pegado al suelo y Mía sobre ella clavándole el codo—. Zorra —le soltó y parpadeé anonadado. Miré a Mía, el pelo le caía en cascada, ocultándome su sensual y vulnerable rostro—. ¿Por qué, por qué él? Lograste que se cerrase al mundo, Isobel. No lo trataste como merecía. Nunca fuiste su cura, ¡joder! Eras su cáncer. 
Cogí a Mía por los hombros y la levanté del cuerpo de su tía. 
SU TÍA. ¡Me cago en la puta! Me había follado sangre de su sangre. 
—Nunca serás de él, Mía —Isobel se sentó en el suelo de mármol y se apartó el pelo de su cara sonrosada. 
—Ya es mía. 
No sé cómo pude hablar dado que las palabras se me agolpaban en la garganta, pero no querían desbordarse, como el canal de un río. 
Isobel no me atraía, no obstante, en un pasado fue la sangre que me corría por el cuerpo hasta ponerme la polla dura. Me la había follado, la había saboreado, le había dado placer con la lengua..., pero eso era agua pasada. Un agua no apta para beber. 
—¿Cómo su boca? 
—Sí —le soltó Mía; el hecho de ser su tía no la frenó en su afán por machacarla—. Soy suya. Toda yo soy de él y todo él es mío. Su boca es mía, y la mía es suya. Soy su error, Isobel. Soy su puto caos, pero soy suya.  
Sus palabras me calaron por completo, noqueándome. La sangre me corría por el cuerpo con frenesí. Sus palabras, la forma en que las pronunció, se me grabaron a fuego en cada neurona. Soy su error, soy su caos, pero soy suya. Quería callarla con un beso, besarla hasta quedarnos sin aliento. Éramos el error del otro, el caos que asolaba países y destruía pueblos a su paso, éramos guerra y paz, blanco y negro, éramos dualismo, dos caracteres en constante desafío y amaba el hecho de cómo ella me ponía a prueba día y noche. Se enfrentaba a mí, a pesar de lo déspota y cruel que podía ser con ella. ¿Me merecía, la merecía? Conocía la respuesta, pero preferí obviarla. 
—¿Estás segura? —Isobel se levantó con el pómulo magullado. 
No sabía dónde acabó la bala, pero me había rozado el moflete y la pólvora me había quemado la cara. Escozor y ardor. Me pasé el reverso de la mano por el reguero de sangre y me la sequé. 
Isobel se agachó y, en un parpadeo, nos apuntó de nuevo con el arma. 
Tenía los músculos agarrotados. La frente perlada de sudor. Quería desaparecer, a poder ser, con Mía. 
—Te marchaste, ¿recuerdas? —escupí. No sé cómo, pero hablé, por fin—. ¿Por qué? Tenía trece años cuando me sedujiste; sólo un enfermo habría hecho algo así. 
Mía se quedó momentáneamente blanca, el color sonrosado se esfumó de su rostro, como desaparece el sol en su puesta. 
—Desaparecí por Mía. 
—¿Por mí? ¡¿Por mí?! 
Eso era lo común en Isobel, culpar al resto de sus errores. 
—Sufrías síndrome de Estocolmo, Mía, debía curarte —la miré, estaba desconcertada—. No te acuerdas, es normal —parpadeé deseando estar en un campo de concentración antes que allí—. Desaparecí por ella, Hunter, porque tú contaste lo nuestro, ¡¿por qué, para dártelas de hombretón?! Ellos fueron a por Mía, porque sabían cuánto la quería; la secuestraron —se me heló la sangre—. El Scotland Yard la encontró dos días después a las afueras de Londres, en un bosque —paró para secarse las lágrimas—, con su oso de peluche arrastrándolo por el asfalto. Caminó desde Earl's Path hasta Cross Road, sola, Hunter. De noche. ¿Lo peor de todo? Mía sentía empatía por aquellos dos hombres, deseaba reencontrarse con sus secuestradores. «No eran malos, Bel; me compraban chocolates Hershey's», ¿a qué no sabes que sabores?
Chocolate con leche, pensé al recordar a Mía frente al estante de Hudson News. 
—Chocolate blanco con oreos —apuntó honey.  
Mía, que había parado de llorar, se agarró a mí presa del pánico. 
Sólo Kenneth sabía que me follaba a Isobel, se lo conté en un arrebato de celos. Él nunca le habría hecho algo así a Mía, era sólo una niña. Me esforcé por no pensar en ello; sin embargo, Mía parecía estar dándole vueltas a todo. 
Los chocolates que Mía adoraba eran fruto del recuerdo de un secuestro. 
—Sólo recuerda eso —subrayó Isobel. ¿Habían secuestrado a Mía por culpa mía? Me mareé al pensarlo. 
Mía negó con énfasis. 
La puerta de entrada se abrió de par en par. 
—Suelte el arma. 
—Suelta el arma, Isobel —Kenneth entró apuntando una pistola, como su séquito. Mía no parpadeó, no habló, sólo se apartó a un lado con el rostro demacrado; ¿habría recordado algo? 
—Suelte el arma —le ordenó un hombre corpulento—; póngala en el suelo, levante las manos y retroceda. 
Miré a Kenneth, ¿qué hacía aquí? 
—E. 
Asentí a su respuesta y esposaron a Isobel. 
—Mía —la cogí por los hombros, obligándola a mirarme—, sube a la alcoba. —Negó—. Honey, sube. Hazlo por mí, por favor. 
Un guardaespaldas de Hughes S.A. se guardó el arma y pasó a ser la sombra de Mía. 
—Llamad a los Mossos —ordenó Ken. 
—No —le rogué—, aún no. 
Sentaron a Isobel en la mesa alargada de madera oscura. 
¿Quería saber cómo supo de mí... fue Mía, quién le contó lo nuestro?
Isobel colocó sus manos esposadas sobre la mesa. 
—Llama a los Mossos y Mía acabará en la cárcel —nos amenazó y apoyé ambas manos sobre la mesa, aunque prefería echarle manos al cuello. 
—¿Ah sí? ¿Cómo? —preguntó Kenneth, sentándose a su lado. El tío imponía. 
—¿Qué buscabas en el bufete de psicólogos, Hughes? —los miré a ambos. ¿De qué habla?—. ¿Qué buscabas? —Kenneth se pasó la mano por el pelo—. Escúchame, me sueltas...
Ambos nos reímos. Puta loca. 
—O los antecedentes penales de Mía aparecerán en la base de datos de los Mossos en un parpadeo —se me formó un nudo en el estómago—. Eso acabaría con el futuro de Mía. 
Mía la había cagado en el pasado, pero su tía se encargó de esconder en el subsuelo sus antecedentes penales; no obstante, parecía encantaba por desenterrarlos.
Isobel era pasado, Mía era presente y futuro. 
—Suéltala —escupí. 
—¡¿Qué?!
—Suéltala, Kenneth —Isobel me sonrió coqueta—. ¿Cómo pude amarte? 
—Nunca me amaste, Hunter —la desposaron—. Sufrías síndrome de Estocolmo, como ella. 
¿Lo sufrí? Creía que era amor lo que sentía. 
—Quería a Mía, Hunter —pasó los dedos por la cadena fría de las esposas—. ¿Sabes por qué Mía adora el bondage, el sado en sí? Porque Theo la golpeaba —las náuseas se apoderaron de mí—. Theo, Theo, Theo... un gran muchacho; me lo follé porque me atraía, era callado, dulce... pero logré sacar su lado oscuro. Nunca creí que arrastrase a Mía con él en el proceso. Una pena. 
«No quería saber de T, lo amaba, pero se había estado follando a otra.»
A su tía. 
Su ex se folló a Isobel. 
Corrí y la cogí por el cuello, acorralándola en la pared. 
—Hunter, suéltala —me ordenó Kenneth, me agarró por los hombros y me zafé de él. 
Isobel se llevó las manos al cuello. 
—No sabes cuán húmeda me acabas de poner. 
Me separé de ambos y me llevé las manos al pelo. 
—Kenneth le contó lo nuestro a Donovan Cross...
—Cállate —espetó Kenneth y la golpeó en el estómago. 
—Ellos la secuestraron, Hunter —aulló Isobel. 
—Hunter, espera... —me acerqué a Kenneth con la sangre bulléndome en el cuerpo—, escúchame. 
Le escucharía, pero después de acallar las ganas de golpearlo. 
—Era una cría, Kenneth —lo golpeé en la cara, noqueándolo por un momento. Cross y él...—. Lleváosla. 
—Aún no sabes nada, cazador —me pasó la mano por el bíceps. 
—Desaparece —le ordené repugnado, con la frente arrugada, y los guardaespaldas la sacaron de la casa. 
—Hunter —agarré a Kenneth por las solapas de su chaqueta—. Sólo queríamos asustarla... a Isobel, no a Mía. 
—Era una cría. 
—Como tú, Hunter —me echó en cara—. Le conté a Cross lo que ella te hacía; secuestramos a Mía, fue como un tour, le compraba chocolates, cantaba...
—La abandonaron en un bosque —apunté. 
—Sí, la casa de los Cross estaba cerca. No corría peligro, Hunter. 
—Os adoraba, ¿lo sabes? —Kenneth arrugó su frente—. Os llegó a echar de menos. 
—Hunter, padecía síndro...
—No, ella es así —lo agarré por los hombros—. Ama el dolor. Abraza el fuego. Su empatía le nubla el rencor. 
—Isobel se esfumó, pero Cross no paró hasta dar con sus padres. Les contó lo que ella te hacía, Hunter.  
Por eso la desheredaron, pensé. 
—Los padres de Isobel se encargarían de hacerle pagar, pero eso nunca pasó porque un mes después...
—Lo sé, Mía me lo contó. 
Kenneth se sentó en la butaca. 
—El día que salí de la central de los Mossos en Sabadell me encontré con ella, con ambas —nos serví dos copas de Bourbon—. Yo... quería llegar a Isobel por Mía. Joder, me quedé helado cuando entró desconcertada a la sala de Gelcem Consultores. Había pagado para dar con ella. 
—Kenneth —me bebí el Bourbon—, fuera de aquí. 
—Hunter...
—Vete. 
—He hablado con Eve —se acercó a mí—. Nos ayudaremos, ¿vale? Está con Theo, el ex de Mía. Isobel está enferma; mandó a Theo a matar a sus padres, le pagó la carrera en Londres, lo ocultó del mundo.  
—Vete. 
—¿Hunter, me estás escuchando? 
«En la C-31, a la altura del Delta del Llobregat, seguí a T; no sabía qué hacíamos allí, pero le seguí.» Mía lloró ahogada. «No me acordaba de T, hasta que frenó derrapando con su moto frente al BMW»
—Kenneth, ella... Mía no puede saber nada de esto. 
—Lo sé, aún no —me pasó la mano por el hombro—, pero...
—Pero nada —le miré con un dolor en el pecho—; la secuestraste. 
—Hunter, no sabía que acabarías enamorado de ella... —se pasó las manos por el pelo—, ¡joder! Sólo quería protegerte.
«Algún día me agradecerás haberme deshecho de tu sombra» me soltó Kenneth la noche que descubrí un chupetón en el cuello de Mía. 
—Vete, por favor. 

«He hablado con Eve. Nos ayudaremos». 
Ayudarnos. 
¿Ayudarnos a qué? No había paz que frenase aquella guerra. 
Subí las escaleras deseoso por desaparecer con Mía del mapa. 
—Mía —la llamé, entrando a la alcoba, pero no estaba en ella. Me llevé la mano al corazón, me dolía, ¡joder!—. Mía. 
—Hunter —me abrazó por la espalda y el dolor cesó. Ambos sollozamos. La abracé y hundí la cara en su cuello—. ¿Lo superaremos? 
¿Podemos superarlo? No supe la respuesta. 

¿Qué os ha parecido el capítulo? Tenía pensado subiros dos, pero el segundo aún no lo tengo acabado, así que uno mejor que nada. Contadme, contadme que os parece CROSS. No quiero acabarla... 😭

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