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En un momento dado, entre la noche oscura y estrellada y la luz del alba, perdí la cuenta de cuántas veces me desperté con Hunter dentro de mí, penetrándome al son acompasado de su corazón, besándome el cuerpo y proclamándome suya con cada orgasmo.
Hunter había cruzado la línea, una línea que separaba su mundo carnal y frío del mío.
Me henchía el corazón ser la razón de sus pasos y no de sus caídas como lo fue ella; Hunter había luchado contra su pasado y nada lo había frenado en su lucha.
Me abracé el cuerpo y cerré los párpados, recordando sus besos, sus palabras, sus lágrimas; había llorado, habíamos llorado; me aferraba a sus bíceps, a su espalda perlada de sudor con los músculos tensos, como sus glúteos con cada embestida.
Aparté el manual y los apuntes y me levanté de la alfombra de lana.
Salí a la terraza de muros color arena y barandas de latón; me abracé el pecho y me pasé la mano por la nuca y el cuello, exhalando sonoramente.
Rodeé las hamacas de tela blanca y me agarré a la baranda fría, escrutando desde lo alto del Hotel Punta Tragara, el mar en calma y de color turquesa, surcado por yates, catamaranes, veleros y estelas de espuma blanca a su paso.
Olía a mar; se escuchaba las olas romper en los escarpados acantilados de creta, el cantar de los pájaros...
El sol de las once me calentó el cuerpo.
—Hola, honey —su ronroneó llegó en el momento oportuno, como su abrazo. Me rodeó el cuerpo con sus fuertes brazos y me besó el hombro desnudo.
—Hunter —susurré, apoyé la cabeza en su pecho y hundí las manos en su cabello negro azabache.
—¿Cómo llevas el examen? —me preguntó.
Me zafé de su agarre.
—Bueno —me senté en el muro de cara a Hunter; se había remangado su camisa de botones blanca hasta los codos.
—Mía —enarcó su ceja. Un paro cardíaco después, le sonreí y entré al salón.
Me senté en la alfombra, apoyé la espalda en los sofás modulares de color blanco roto, cogí los apuntes y volví a enfrascarme en los presupuestos gnoseológicos.
Hunter entró al salón y se sentó en el sofá, detrás de mí.
—Dame —Hunter agarró el manual entre sus manos, ojeando las páginas; me acomodé entre sus muslos, adorando su clase magistral de derecho—: G. L. Williams consideró que había un problema en la concepción del Derecho conforme a las premisas analítico-lingüísticas.
La fantasía de toda alumna: follarse a su profesor buenorro de la facultad.
Le pasé la mano por su pantalón de raya, absorta en sus palabras; le desaté y até el cordón de sus zapatos de charol.
Una hora después de contenerme, le arrebaté el manual de las manos.
A tomar por culo los presupuestos deontológicos.
—¿Qué haces? —me reprendió, con el ceño perfectamente fruncido.
—Me importa un comino G. L. Williams —entorné los ojos.
Hunter se echó a reír, dos segundos después, se recompuso.
Me despojé del biquini de crochet color amarillo.
—Mía —se recostó en el respaldo del sofá, escrutándome sensualmente—. G. L. Williams fue un nota...
—Está muerto y enterrado —me senté a horcajadas sobre él.
Se desbrochó los pantalones, me agarró de las caderas y me acercó a su pene erecto.
—Todo tuyo, nena.

Dos orgasmos después y una ducha de más, entré a la alcoba y abrí las bolsas de Argento que había sobre la cama: cortesía de Hunter Campbell.
Olethea y Lorenzo habían llegado de madrugada y con ellos habían traído atuendos de gala.
Me vestí con un pantalón de talle alto, con cinturón, color rosa, como el blazer crepé, un top negro, sandalias de tacón de once centímetros, ¡para matarme!, y gafas de sol retro.
—Joder, Mía —ronroneó Hunter, apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Joder, Hunter —nos sonreímos—. Me parezco a Audrey Hepburn.
Me paré en la entrada.
—La ropa de Argento es rollo Zara, pero más cara —nos reímos.
Fuera del hotel nos esperaba don Macarrón con las llaves de una Yamaha. Habría bromeado con su nombre de no ser por cómo me sentí al ver la moto.
—¿Es una Hyper Naked? —pregunté asustada; aunque sabía la respuesta. Hunter y Alonzo Maccarone me escrutaron unos segundos después. Hunter con la frente arrugada y Alonzo anonadado.
—Sí; ¿te gustan las motos? —gran pregunta, pensé. No me gustaban, las adoraba. Era negra con detalles azules, como las llantas—. Es una MT...
—Una MT-09 SP —acabé la frase. La moto de Theo; palidecí al recordarlo—. Desafía la oscuridad.
Cada moto tenía una frase; la de Theo era el constante desafío, la mía, sin embargo, era una MT-125, ¡no temas a la oscuridad! Por eso la elegí, cuando gané mi última carrera, antes de irse todo al garete: porque no temía a ninguna de aquellas personas, ni sus adicciones a las drogas, no temía que nos apuntasen con sus armas cuando no les dábamos lo que querían; no temía aquel mundo de carreras nocturnas, por esa razón nunca llegué a temer qué podía depararme Hunter.
Me acerqué a Alonzo y le arrebaté el casco de las manos.
—¿Me lo pones? —arrugué la frente.
—¿No sabes? —Hunter sonó tan desconfiado como pretendía.
Negué. Sabía y de sobra ponerme un casco.
Me lo colocó con recelo.
—¿Qué te pasa? —le cogí las manos con las mías.
—No sabes ponerte un casco, pero sí sabes la marca y el eslogan... —no era una pregunta.
—Héctor es fan de Moto GP —me reí; más me valía llegar a buen cauce, pero mentía de pena—. Lo raro sería no saber de motos estando con él.
A Hunter no parecía convencerle la respuesta tanto como a mí.
—Sube —me ordenó y subí tras él. Hunter negó con la cabeza y arrancó la moto. Me cerró la pantalla transparente del casco—. Agárrate fuerte.
Arrancó y tan pronto como las casas pasaron a ser un borrón a nuestro paso, deseé llegar a Mazza.
Temblé agarrada a su pecho.
¿Dónde estás carro de golf?

No sé cuánto tardamos, pero cuando Hunter paró la moto sobre el asfalto, me bajé de un salto, temblando e histérica, a punto del colapso neuronal.
Theo en esa moto.
Theo acelerando como Hunter.
Theo saltándose los stop como había hecho Hunter.
—Conduces como un puto loco —le grité, quitándome el casco de un tirón—. Estás loco. De remate, joder.
Estábamos en Punta Carena, rodeados de árboles, rocas de creta y mar. Quería ahogarlo o ahogarme. Joder.
Hunter se apeó de la moto, tan cabreado o más que yo.
—¡¿Ahora no te gusta cómo conduzco?! —se pasó la mano por el pelo negro azabache.
¿En qué momento el mundo rosa en el que estábamos se tornó tan oscuro?
—Pues no —me coloqué las gafas de sol retro. No quería mirarlo, me dolía el pecho.
—Hunter —Lorenzo y Olethea se acercaron a nosotros—. Mía.
Olethea me abrazó y yo me abandoné a su abrazo reconfortante.

El almuerzo en Mazza fue de todo menos alentador y el champán y yo estrechamos lazos.
El restaurante estaba en el faro de color arena, rodeado de mar, como todo faro.
Hunter tenía la frente arrugada. Yo tenía cara de tres cuarto. Vaya cuadro, pensé cuando volví de la terraza abarrotada de parasoles blancos.
Me rellené la copa de champán, absorta en cómo Olethea me hablaba de su marca de ropa, de cómo empezó...
Estaba hasta la punta de algo que no tenía.
Una hora después y una botella de champán de menos salí del restaurante con Francesco dando por culo con su porte de súper magnate de parmesano.
No había rastro de la moto.
—Mía, ¿nos vamos? —Olethea me alentó, acercándose a un Porsche.
Asentí de mal humor y la seguí —tanto como pude—; una mano... su mano, mejor dicho, me cogió del codo. Hunter me rodeó la espalda, apretándome contra su pecho.
Allí estábamos don Me cabreo por todo y la doble de metro sesenta de Audrey Hepburn, abrazados, tonteando y susurrándose guarradas al oído.
—Nos vemos a la noche —me aferró el culo con ambas manos, pegándome a su paquete duro y ultra preparado para derrotar las dos Corea. Me reí, le mordí la mandíbula y me zafé de su agarre.

Espero que os haya gustado el capítulo de hoy.
No he contado con mucho tiempo, pero algo es algo.
UN BESO ENORME.

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