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Llegué a casa con el corazón hecho pedazos en las manos. ¿Sabéis cuán mal me sentía? No, claro que no. Tardaría en recuperarme, pero no me preocupaba. Nunca lograría sacarme de la cabeza los ruegos de Hunter, sus sollozos, su anhelo por besarme y hacerme el amor.
Entré; el salón estaba lleno de arreglos florales y en el sofá había un hombre con una grabadora y un cuaderno. Vestía un polo negro con palmeras blancas de manga corta.
Habían montado en el salón un estudio fotográfico.
—Tú debes de ser Mía —me saludó don Palmeras, con su voz aguda y su andar, recalcó cuán gay era. Se pasó la mano por su pelo decolorado y se colocó sus gafas graduadas redondas. Era una fusión Draco Malfoy-Harry Potter—. Me llamo Abel Balmaceda —me estrechó su mano de largos dedos—, de Tapas, ñam, ñam magazine.
Parpadeé patidifusa. Me quedé en ñam, ñam no sé qué.
—Enhorabuena —me felicitó, ¿por qué, por romperle el corazón a Hunter? Le miré resacosa—, por la orla, claro.
Asentí.
Entré en el salón; había un plató fotográfico con el fondo blanco, paraguas, reflectores, luces... una puta locura.
En el sofá burdeos estaba ella... se me heló la sangre.
—Hola, nena —Isobel me saludó con dulzura. El brazo de Alfred rodeaba sus caderas enfundadas en una falda de canalé color crema.
—Hola, papá —lo saludé con la mano. Su hermana me ponía enferma.
—Hola, bebé —me saludó con su cara de rompecorazones, posando para el fotógrafo, con un ramo de hierbabuena en su mano. Qué ridículo, me reí entornando los ojos.
—¿Dónde está mamá?
—Aquí —se acercó a mí con un vaso de agua en sus manos—. Holaaaaa.
Me abrazó alegre y me abandoné en sus brazos.
—¿Ocurre algo? —me preguntó al oído.
Sí, mamá, hoy descubrí que Isobel abusaba de Hunter.
—No —me separé de ella, sonriéndole.
—Tu esposo está... —comentó Abel con la mano en el corazón.
Carraspeé. Lo admito, tengo un padre guapísimo.
—Me recuerda al actor de Outlander, Sam Heughan —acabó la frase alelado. Nos reímos a unísono. ¿Lo peor? Había dado de lleno. Me reí. Los flashes me cegaron—. Bueno, Cameron... —se acercó a la mesa de café para coger su cuaderno.
—Llámame Cam.
—Bueno, Cam... hagamos unas preguntas —aguardó en el sofá. Les sonreí y desaparecí del salón.
Puse a cargar el teléfono.
Me acomodé en el borde de la cama de madera blanca Tyssedal de Ikea, la cual tardé en montar una semana por haber perdido los doce tacos de madera 110359 de la bolsa número dos. Caí en la cuenta cuando llegué a la página quince de las instrucciones de montaje.
Cogí el teléfono y me enredé y desenredé el cable blanco en los dedos.

Hunter Campbell
No me abandones 12:52

Releí sus palabras, su dolor. Borré su número.
Me acosté en la cama, recordándolo. Lo había agarrado del bíceps: «no tengo nada contra Blue, pero me gustaría hablar con usted cuando esté en Canadá» le comenté embobada. Él apuntó su número en el membrete, número que no había dudado en borrar.
«Puedes llamarme cuando lo desees». No deseaba llamarlo, deseaba amarlo, entregarme a él. Me acerqué a la cómoda y saqué el papel blanco.

Campbell LLC.
Shaw Tower
1067 W. Cordova St.
Vancouver, BC
(+1) 604 587 7894/778 587 7894
info@llccampbell.ca

La cogí y leí en el reverso su nombre y su número.
Un segundo después de desmoronarme en el suelo, un 604 me llamó. No era el número de Hunter, a pesar del prefijo numérico de la costa oeste de Canadá.
—¿Sí? —respondí en inglés.
—¿Mía Anderson? —preguntó por mí un hombre. De fondo pude escuchar el ensordecedor barullo de un bar.
—Sí —respondí; y observé los frenos verdes y frondosos de la calle.
—Hola, ¿qué tal? —sonreía al otro lado de la línea, seguro—. Me llamo Humphrey Allen de Boulevard Vancouver.
Reconocí al segundo el nombre del restaurante en la calle Burrard.
Hablé con él una hora; era un hombre amable y emprendedor y el empleo era mío. No me sentía alegre, no cuando Vancouver me recordaría a Hunter. Él estaría allí y, fuera como fuese, esperaba no saber de él cuando me mudase a su país; aunque lo tenía crudo, pues su hermano estaría en el máster.
Me acurruqué en la cama; había acabado la carrera y, un mes después de conocer a Hunter, me mudaba a Canadá. Tenía el empleo, una "casa" donde hospedarme, la matrícula seguía en manos de ambos decanos... debería estar dando saltos de alegría, pero no, aquí me hallaba, ahogando el dolor en la almohada.
Hunter había comprado la casa de los abuelos; ahora nuestra casa, pero nada nos unía.
Su casa, me corregí.
Me llevé los muslos al pecho y me abracé el cuerpo.
Me sentía confusa y, a pesar del esfuerzo, no podía sacarme de la cabeza las manos de Isobel sobre el cuerpo de Hunter.
¿Cómo pudo hacerle algo así?
Me sobresalté en la cama cuando el mango de la puerta de la alcoba chocó en la pared rosa palo.
—Sal de aquí —bramé, enjugándome las lágrimas—. Isobel.
—Hablemos —entró, cerrando la puerta. Tenía en su mano un sobre A4 de papel marrón.
—No —me negué a escucharla.
—Escúchame, Mía —su calma me noqueó.
La alcoba era rosa con muebles blancos y una alfombra de lana.
—Mía, mírame —me ordenó, sentándose en la cama—. Sólo quería ayudarlo.
—¿Cuándo?
—¿Cuándo qué? —su cara pecosa me provocó náuseas. Exhaló—. Ah vale —se acomodó la melena en sus hombros—. Cuando me pasaste la matrícula de la moto.
Recuerdo aquel puto día. Recuerdo la matrícula CD9114 color escarlata.
—¿La moto pertenecía a Hunter? —temí lo peor; no, claro que no, Mía. Isobel negó.
—¿Sabes algo de Donovan Cross? —negué.
—Sólo sé que fue cónsul.
Quería desaparecer de Barcelona.
—Así es —apoyó su mano en el edredón de flores rosadas y verdes—. Donovan Cross era para Hunter como su abuelo, ¿nunca te habló de él? —sabía la respuesta, pero, aun así, me preguntó. Negué de nuevo—, pero a Eve Cross sí la conoces, ¿no?
Tragué y apoyé la espalda en el cabecero.
—Hunter era un muchacho con problemas. Su abuelo Baltashar Campbell, ahora cónsul, como lo fue Cross, lo encerraba un día sí un día no. Culpó a Hunter de la muerte de su esposa, cosa que Cross negó hasta el día de su muerte —eso lo sabía, me lo contó Hunter, bueno, no así, pero ¿cómo podía saberlo ella?—. Se preocupaba por Hunter a pesar de ser un hombre ocupado. Lo recogían él, sus padres o un hombre llamado Caden —me erguí con las manos, acomodándome en la cama. Conocía a Caden—. Hunter le contó a Kenneth lo nuestro; él con ayuda de Cross o Cross con ayuda de él... bueno, ya sabes.
Donovan Cross.
Kenneth Hughes.
No, negué absorta en sus palabras.
—¿Ellos... —tartamudeé—, me secuestraron?
—Sí —se pasó las manos por la cara—. Mía —me agarró las manos con las suyas frías—, yo... nunca... me... lo perdonaré. Nunca recordarás qué pasó.
—¿Por qué? —entrelacé nuestras manos.
—Hipnosis.
¡Me cago en la puta!, pensé en un estado catatónico.
—¡¿Qué?!
—Logramos colarnos en tus recuerdos —me sonrió—, borrándolos.
Era como una escena del thriller psicológico Mindscape. No lo podía creer.
—¿Recuerdas a la doctora Wynona Howland? —asentí. La recordé agachándose delante de mí para saludarme a las afueras del bar cafetería The Lock Inn en Fort Augustus. Tenía su consulta cerca del canal. Era encantadora—. Ella te trató; también me recetó la metadona cuando la requeriste —abrí los ojos como platos. Demasiada información—. Nunca hemos sacado el tema a colación; lo más cuerdo era mantenerlo callado —Isobel me enjugó las lágrimas—. Por eso tu padre llamó a sus restaurantes Isobel e Isobel II. Lo sé, el segundo nombre es súper monárquico —nos reímos, hasta que caí en la cuenta de algo o, más bien, alguien.
—Hunter.
—No, Mía. Hunter no requería hipnosis, tú sí.
Negué. Podrían haberse colado en su mente, borrar sus recuerdos; pero Isobel no quería eso, ello suponía su cura e Isobel no quería eso.
—Su abuelo Baltashar lo habría chafado —su abuelo en el fondo debía quererlo, pero había algo que se nos escapaba—. No le preocupaba Hunter. Es un hombre frío, calculador...
—Como tú —solté sus manos—. ¿Cómo sabías que Hunter...? —no supe cómo acabar la frase—. Nunca lo nombré.
—Cam me lo contó; me contó que se presentó a ellos en una cena en Las Ramblas —carraspeó—, bueno no me lo contó... Me lo confirmó.
Me separé de la cama, acercándome al balcón que tenía la alcoba. Había coches aparcados a ambos lados de la calle. Imperaba la soledad. Un hombre paseaba a su perro, absorto en sus cosas, en su esposa, ¿tendría esposa?, de ser así, ¿la amaría?, de no ser así, ¿qué podría hacer para causarle el menor daño?
—Mía —se acercó a mí, apoyándose en la baranda negra—, yo... yo... le pagué a Theodore la carrera en Londres.
Aullé ahogada y el perro ladró a modo de alarma. ¿Habrá escuchado como algo dentro de mí se rompía? Parpadeé.
—¡¿Qué?!, ¿por qué? ¿Fred lo sabe? —negó. Me bullía la sangre—. ¿Por qué no me lo contaste?
—No lo sé, Mía —me agarró de los hombros. El hombre haló de la correa de su perro, un bóxer canelo y blanco—. No merecía una persona como tú.
—¿Y Hunter?
—Tampoco —la aparté de mí—. Theo estaba en Barcelona con...
—Eve Cross, ¿no? —alcé las cejas.
—Evelyn Cross, sí —¿se llamaba así?
—Bueno, ¿qué pasa con ellos?
—Estaban aquella noche en aquel club —me tragué la bilis, ¿qué día? Bueno no, no quería saberlo—. Sólo bastó unas semanas para saber que era real, que estaba pasando, que Hunter había dado con la persona que no debía conocer nunca...
—¿Él me conocía? —su cara al verme en la sala de congresos me decía que sí.
—No lo sé —alzó los hombros—. Supongo, y Kenneth.
Alcé la mano a modo de espera y me desplomé sobre el banco del balcón.
Isobel cuadró los hombros.
—Pregúntale algo —seguí la dirección de su mirada: Hunter. Joder no, ¿qué hacía aquí? Se apeó de su A7 negro—. Pregúntale por qué besó a Evelyn.
La seguí y se colocó la falda de canalé y el pelo.
En un mundo paralelo al real me agaché y recogí —llorando sangre— los pedazos de corazón con el orgullo por los suelos.
«Por qué besó a Evelyn»
La duda se cernía sobre mí como un huracán, deseando arrasar con la verdad a su paso.
Sentí que no conocía a Hunter de nada.
Me apoyé en la cama y palpé el sobre de papel marrón.
—¿Qué es?
Isobel sacó un papel, en él había tres fotos mías, mis datos, mis huellas, mis antecedentes penales...
Saqué un atestado.
Solté los papeles, me quemaban en las manos como fuego.
¿Qué pretendía con ello?
—¿Me estás... estás... amenazando?
—La duda ofende, Mía.
Regresando al mundo paralelo de hace unos segundos, me abalanzaba sobre Isobel. Quería acabar con ella. Zorra, zorra y zorra.
—Tus padres no lo superarían, Mía —me besó en la boca, «fue sólo un beso maternal, Mía» la excusé—; además, no sólo eso, acabarías en la cárcel; al traste tu futuro... ¡por Dios!, ¡al cuerno Hunter!
¿Por qué quería romper con Hunter?, me pregunté; ah sí, porque veía a Isobel sobre él, cabalgándolo, besándolo, chupándole la polla..., pero podíamos superar algo así... o no, porque de hacerlo adiós Mía.
De una forma u otra, no quería romper con Hunter, ¡joder, lo amaba! Sólo quería justicia; quería recabar todo cuanto pudiese hasta acabar con Isobel entre rejas, pero no contaba con su as bajo la manga.
—¿Qué debo hacer según tú?
Sabía la respuesta.

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