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HUNTER CAMPBELL

La orla acabó con cuatro regalos para Jerome: un contrato fiduciario, un Mercedes-AMG GT Roadster cortesía del patriarca de los Campbell: Baltashar; un crucero desde Barcelona a Melbourne y una sudadera de Ottawa cortesía de los Rogers. 
Nos reímos cuando Jerome desempaquetó la sudadera con capucha negra con el hashtag Ottawa en el centro. 
—Así te acordarás de nosotros, muchacho —le echó en cara el abuelo Lucas entonado por el champán. 
Los Rogers vivían en Ottawa, la capital de Canadá; excepto el tío Lucas Jr., que se había mudado con su nuevo rollo de una noche a Edmonton, en Alberta. Todo un flechazo. 
Almorzamos en el restaurante Boulevard Kitchen & Oyster Bar de la calle Burrard a dos manzanas de One Wall Center, donde yo vivía. 
Me reconfortó pasar el rato con ellos, escuchando anécdotas, recuerdos de los abuelos Rogers en su época hippie; por un momento me permití desconectar del mundo, reírme a todo pulmón, descansar mentalmente y regodearme en una paz temporal. 
—Dale recuerdos a Minneapolis —el abuelo Lucas me entregó una sudadera para Mía con la frase I ♥ Ottawa. Me reí abochornado y sonrosado por el alcohol. Alec había soltado la bomba delante de Jerome en el campus, y éste se encargó de hacerles saber al resto que Hunter: el "raro", el «futuro yo» había alardeado Lucas Jr., se había echado novia—. ¿Cuándo nos la presentarás? 
Quería presentarles a Míchigan, Minneapolis, Minnesota —así la llamó el abuelo—, pero Mía tenía razón en algo: íbamos rápido, mucho de hecho. Quería hacer aquello que Jerome había catalogado como relationship goals; pero ostentaba una empresa, una que se mantenía o desaparecería, no podía —porque sí— pasar el rato en una bolera o quedar con Mía para cenar en un McDonald's, pasear de la mano y consumar la velada con su boca chupándome la polla en la parte de atrás del coche. 
Me ponía, pero llegaba hasta ahí; quería, pero no podía; podía, pero no quería. Así me sentía. Mía prefería una cena take away en su apartamento, comentando cada capítulo de Enganchada a las reformas en Cosmo antes que posar ante las cámaras en un Photocall de una gala de élite. 
—Algún día —poco a poco, pensé, hasta que Mía acepté a qué mundo pertenezco y cómo van las cosas en él—. Hasta pronto, abuelo. 
Poco a poco, me repetí cual mantra. 
—Cuídala —me golpeó el pecho. 
Eso hago, pero ella no hace más que prohibírmelo. 
Me subí al Mercedes —de mí para mí—, cogí la sudadera y me abracé a ella. 
Esa noche dormí con ella puesta; a Mía le quedaría enorme, pero olería a mí, algo que le encantaba. 

El miércoles me puse al día en Campbell LLC.; firmé el contrato de compra de la casa en Fort Augustus, me guardé ambas llaves —una para mí y otra para Mía— y, dos cafés, consultas penales y un almuerzo lamentable, más tarde, me llamó Mía. 
Su nombre alumbró la pantalla. 
Honey —su llanto desgarrador al otro lado de la línea me frenó en seco a las puertas de Tiffany & Co.—. Mía, ¿qué te pasa? 
Mía lloraba a menudo, dato que me ponía alerta al segundo. 
—La han comprado —balbuceó entre lágrimas—, la casa de los abuelos. Creí... creí que la habían comprado en su momento, pero no, seguía ahí. 
Me regodeé en su —momentáneo— dolor porque pronto sabría que la casa sería de nosotros, pero comprendí su llanto. 
—Me haces falta —hipó entre sollozos; quería contarle la sorpresa, pero ¿qué clase de sorpresa sería entonces?—. La orla es un horror: todos están estresados, se pelean por todo. No lo soporto. 
Me reí. Ojalá fuese como Jerome que sudaba de todo cuanto le rodeaba. 
La calle Burrard permanecía en calma. Había poco tráfico para ser las cuatro de la tarde. Había personas contemplando los suntuosos escaparates de Hermès, Dior o Louis Vuitton.
—Eh, honey —bebí un sorbo de café, quemándome la lengua, ¡joder! Gemí—, cálmate —un grupo de adolescente me sortearon anonadados ante el Porsche que paró frente a las puertas del deslumbrante hotel Fairmont—. Con respecto a la casa de tus abuelos... no sé qué puedo hacer para alegrarte o cómo animarte. 
Joder, claro que sabía, pero no podía. Me tragué el nudo que tenía en la garganta. 
—Me cabrea, de hecho, me cabreé en cuento me lo han contado —lloró. Seguí parado frente a la fachada de Tiffany & Co. con marquesinas celestes—. Mi tía estará dando saltos de alegría... aunque no lo demuestre —entré, escuchándola atentamente—. Dos días después de enterrarlos nos embaucó hasta querer deshacernos de ella. 
Sonreí a las empleadas. 
La casa de los abuelos de Mía sólo estaba a nombre de su padre, no de su tía; pero no podía contárselo porque entonces chafaría la sorpresa; no obstante, opté por aprovecharme de su estado vulnerable para sonsacarle más cosas sobre ella. 
Honey, los abuelos no son eternos —más me valía que Baltashar no lo fuera—, lo sabes, ¿no? Es hora de superarlo, nena. 
Contemplé los colgantes de oro, dudando del acabado presuntuoso. 
—¿Cómo se supera la muerte de una persona cuando tú has formado parte de ella? —de no ser porque me había tragado el café que tenía en la boca lo habría escupido. Me quedé helado. 
«Te hablo de conductas penadas en algunos estados de Norteamérica con pena de muerte» las palabras de Eve se me clavaron como estacas. Se me secó la garganta y temblé. 
—Mía, ¿qué... qué estás hablando? —tartamudeé. ¿Cómo podía soltarme esa bomba en Tiffany & Co.? Me paré ante los colgantes de llave. 
—Me drogaba Hunter —lo sospechaba, pero corroborarlo por ella fue un palo en toda regla—. Ese día, la madrugada del dos de enero de dos mil quince, me drogué hasta acabar en un mundo paralelo al real. Me había escapado de casa con T después de haber escuchado fragmentos de una acalorada discusión de mi tía con sus padres. Estaba tan colocada que no recuerdo por qué estalló la guerra entre ambos. 
La empleada me mostró los colgantes. 
Estaba buscando el regalo perfecto de Mía, con ella al otro lado de la línea contándome su arrollador pasado. 
—Un momento —le rogué a la empleada; ésta me sonrió amable, entregándome una copa de champán, la cual me bebí de un trago para serenarme. 
—Me estaba tratando con metadona. El efecto rebote fue apoteósico —me narró—. No quería saber de T, lo amaba, pero se había estado follando a otra. No quería que me tocase; sólo quería que me dejase correr —hipó; su ex se había follado a otra estando con ella. Me masé el pelo—; así que corrí. Ese día se apostaban nuestras motos; además el perdedor debía pagar cinco mil euros. Ese era el trato. 
Cogí un colgante con una gema color ámbar, absorto en las palabras de Mía. 
—En la C-31, a la altura del Delta del Llobregat, seguí a T; no sabía qué hacíamos allí, pero le seguí. La carretera estaba nevada y, a pesar del casco, tenía el rostro helado, frío como el tempano. No había coches a lo largo de la carretera, sólo un BMW. T los adelantó, así que seguí sus pasos. Cuando me coloqué a la altura del conductor lo reconocí al segundo: mi abuelo discutía con mi abuela, absorto en el GPS del ordenador a bordo: buscaban un cambio de sentido. No sabía qué coño hacían allí, menos aún a aquella hora —Mía se ahogó llorando. De pronto sentí que quería pararla, no quería saber más al respecto, anhelaba callarla con besos. Besos reales, con lengua, llenos de amor—. Los escolté desde el carril derecho. No me acordaba de T, hasta que frenó derrapando con su moto frente al BMW. 
—Mía, para —le rogué. 
—Me caí de la moto cuando frené antes de chocarme con el coche volcado. Corrí hasta ellos. Me metí dentro, arrastrándome por el asfalto nevado y ensangrentado. Quería sacarlos de allí, pero T me apartó de sus cuerpos. Todo a nuestro alrededor eran llanuras nevadas, frío y dolor. Ese día los perdí. Debían volver a Fort Augustus después de Reyes —se calló un buen rato—. Drogué a T el día antes de marcharme a Escocia; le metí metadona en su copa: él acabó en Urgencias, yo en una celda. Salí dos horas después. Cuando regresé de Escocia T se había marchado. ¿Lo amaba? Sí. Sé lo que es estar atado a una persona del pasado, Hunter, te comprendo —me soltó—. T está con Eve Cross. No te lo conté, pero la llamé, la amenacé porque sabía que él estaba detrás de todo esto. Ella me drogó, no la conoces, y yo tampoco, pero está con él, lo sé y a él... a él lo conozco de sobra. Sé cuán embaucador puede llegar a ser. 
—Mía —murmuré abrumado. «Deberías protegerte de ella, Hunter, no sabes nada». 
—Hunter —me nombró llorando como nunca la había escuchado: era un llanto desgarrador—. Eso es todo lo que no deberías saber de mí —aulló—. Me gustaría cerrar con llave esa puerta. 
—Pues sí, deberías —contesté seco. 
Nos rodeó un silencio sepulcral.
—Nunca debí contarte nada —me cortó. 
No la llamé de regreso. 
Observé el colgante en forma de llave con la gema color ámbar. 
—Me llevo éste —lo cogí.
—Perfecto —me lo empaquetó—. Son 12.722 con 82 dólares. 
Pagué y salí de Tiffany & Co. con dos cosas en mente: 
A) T tenía coaccionada a E. 
B) Mía era yo, y la amaba. 

Eran las ocho de la mañana del día dos de enero de dos mil quince, nos hallábamos escoltando el coche fúnebre del cónsul británico Cross hasta el aeropuerto, después de haberlo hallado muerto en su casa a las afueras de Barcelona en la opulenta Av. Pearson. 
Había retenciones kilométricas en la C-31: «un coche ha volcado» comentó el conductor, un empleado de Hughes Inc. Yo asentí, encendiéndome un cigarro. 
Era de noche, las doce del penúltimo día del dos mil catorce, cuando Cross entró en un pub de Barcelona donde estaba colocándome hasta acabar en un mundo paralelo al real. No quería saber del mundo, no cuando Campbell LLC. no despegaba, no cuando Cross había pasado a ser nada. 
«¿Qué haces aquí?» me echó en cara Donovan. 
«¿Yo? Ahogar las penas» me reí, llevándome la copa de ron a la boca. «No estoy preparado para ver cómo te condenan» le miré afligido. 
«Ya estoy condenado ¿recuerdas?» nos reímos regodeándonos en nuestro dolor. 
Habían condenado a Cross en Londres.
Estaría en la cárcel de no ser porque a Barcelona le correspondía penarlo personalmente por defraudar a la Hacienda Pública de su país.
Me rogó en un llanto desgarrado proteger a E; me deseó suerte: «llegarás a lo más alto, muchacho, lo sé». Se acercó a mí pasándome el brazo por la espalda.
«Estoy preparado para marcharme» susurró; asentí y alcé la copa a modo de salud. Me abrazó llorando. Quería que se fuese porque detestaba verlo llorar. «Me voy».
Me despedí de él con un hasta mañana a secas. 
Seguí degustado el ron cuando los Mossos entraron en el pub: eran sus escoltas personales. Se creían que se daría la fuga. Me reí; eran patéticos. Chulos prepotentes, pensé. 
«Algún día sabrás el porqué de todo, Hunter» se pasó la mano por su pelo negro. «Yo me voy, pero habrá una persona encargada de protegerte, como lo ha hecho hasta ahora. Estará ahí para ambos. Será vuestro ángel de la guarda personal». 
Se marchó del pub, y nunca se presentó ante los Juzgados. 
Horas después de haberse sospechado de su fuga, los Mossos lo encontraron en su casa muerto. 
«Me pasaré por la central de los Mossos para recoger el atestado» comentó Kenneth el dos de enero, llegando al aeropuerto, con el ataúd de Cross en el coche que llevábamos delante. 
«Vale. ¿Se sabe algo de Eve?» pregunté, acabándome el cigarro.  
«No» se calló y nos adelantó una grúa con un BMW destrozado. 
Ahora sé que ese BMW lo conducían los abuelos de Mía. 
—¿Cuánto es? —le pregunté a la camarera sacándome la cartera. 
El genterío en el aeropuerto de Vancouver era ensordecedor. 
—Cuatro dólares. 
Le pagué y cogí la taza de café humeante. 
Mía y yo éramos dos gotas de agua. 
El coche de sus abuelos volcó delante de ella, se arrastró por el suelo nevado para llegar a ellos, cortándose las palmas de las manos en el proceso, como me pasó a mí. 
Se drogó, embaucada por una persona que no la merecía, que se folló a otra estando con ella, que la llevó hasta el lado oscuro y perverso del mundo real. 
Mía era tan humana como yo; éramos dos monstruos vulnerables. Éramos el blanco perfecto de los maleantes.  
Me contó su pasado y yo, como tal, debía contarle el mío. Era hora de hablarle de ella y de la clase de persona que me convertí cuando me abandonó, una persona como Mía. 
Llamé a Kenneth. No sabía el verdadero nombre de T, pero algo me decía que lo tuve delante de mí en la gala en Londres. 
—Hunter —me saludó afligido al otro lado de la línea—, hablamos en otro momento. 
—Espera —aullé antes de que me colgase—. Tengo algo. 
T tenía a Eve entre la espada y la pared; sabía que de no ser por lo vulnerable que era Eve, T nunca habría logrado de ella lo que logró en la cata de Francesco. Eve era blanco y negro, agua y fuego, era capaz de amenazarte y anhelar con todas sus fuerzas protegerte. 
—El ex de Mía está con Eve. 
—Se acabó Eve, Hunter, ¿me escuchas? No voy a ponerle escoltas —bramó al otro lado de la línea. Entré al jet privado y me senté, tomando un sorbo de café—. Soy el capullo que acabó con su abuelo, ¿recuerdas? 
Eso era verdad. 
—Kenneth habla con ella —le rogué, saludando a las azafatas—. Yo no puedo. 
—Ya lo he hecho —nos callamos. ¿Qué?—. No sabes cuánto la echaba de menos. No la veía desde el funeral de su abuelo en Londres. 
—Lo sé. 
—La besaste —me echó en cara cabreado. Joder—. ¿Desde cuándo... desde cuándo besas? Y... ¡¿por qué lo has hecho?! Creí que la respetarías por mí; joder, ¡¿qué pasa con Mía?! ¿Sabe ella algo de esto? 
—Sólo fue un beso, y no, no sabe nada —me cabreé. Mía no podía saber nada de eso. ¿Cómo se lo tomaría? Eso acabaría con lo mío con Mía—. Kenneth. 
—No puedo... no puedo protegeros a toda costa —aulló preso del dolor—. La abordé cuando salía del bufete de abogado; sólo pude besarla, hacerle el amor y rogarle que me perdonase. 
La había cagado, no sabía que fuese a desatar la guerra pausada entre ambos. 
—Su abuelo me perdonó, pero ella no puede. Está enamorada, se ha vuelto a enamorar; superó lo nuestro —sollozó y me apené de su dolor. ¿Qué había hecho?
—Kenneth, yo... Descansa. 
—No puedo descansar, no hasta haberlo arreglado todo. 
Quería proteger a Mía, a Eve, a todo el mundo, y Kenneth no podía encargarse, no cuando él tenía sus problemas. 
Donovan tenía razón: cuando más vulnerable más propenso serás a ser el blanco perfecto. 
Mía me pertenecía, era mi deber protegerla. 

Quedan exactamente ocho capítulos para que acabe CROSS y bueno... sufro por ello, aunque estoy deseando empezar la segunda entrega.
Espero que os haya gustado y sobre todo que estéis preparadas para los capítulos que se acercan.
Hacedme llegar vuestras opiniones.
Muchísimos besos ❤️❤️

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