La muerte es algo misterioso. La mayoría de personas la temen, pero sin ella la vida no sería la vida. Yo pienso que la muerte se teme mas bien por el hecho de perder aquello que te importa. Y por el hecho de no saber que pasará. ¿Será todo como si...
Hacía ya una semana que la hija había sido ingresada en el hospital.
El padre, con su hijo en brazos, miraba a través del cristal hacia la blanca habitación donde la gatita yacía, inconsciente, con el cuerpo marcado con profundas grietas.
Tenía una zarpa contra el cristal, como si quisiera traspasarlo.
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En el cristal, con letras negras y grandes, ponía: "cuarentena".
-Habías de ser precisamente tú... - se lamentó el padre en voz baja. - ¿Por qué? ¿No bastaba con ella...?
Se le quebró la voz. Bajó la cabeza, abatido por los recuerdos, y la pata cayó, flácida, al lado de su cuerpo.
De repente la gatita empezó a moverse.
Unas violentas convulsiones se apoderaron de su cuerpo, y un violente pitido rompió el silencio del hospital.
El padre se irguió de repente, y su pata volvió a subir hacia el vidrio.
Se giró hacia todos lados, pero no había nadie.
Frenético, empezó a golpear con fuerza el cristal, pero no paso nada.
La hija seguía convulsionando, así que el gato fue hacia el pasillo y gritó.
Nadie acudió.
-¡Maldita sea! - dijo, volviendo al duro cristal que lo separaba de su hija.
Volvió a girarse, pero esta vez para asegurarse de que nadie estaba mirando.
Dejó a su hijo en el suelo, pero este empezó a gritar y a cogerlo por la pierna.
El padre lo ignoró. Estaba dividido entre dos duras decisiones.
Entonces, la hija, en una nueva convulsión, muy violenta, abrió los ojos.
El pitido remitió.
La gatita, respirando entrecortadamente, se giró hacia el vidrio y vio a su padre.
-¡Padre! - gimió, estirando débilmente una pata hacia él.
No alcanzó a un grito, pero el gato le leyó los labios.
Y verla ahí, sola, aislada de todo, sufriendo, hizo que se decidiera.
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Fue corriendo hacia la puerta, donde había un cartel donde había las siguientes palabras:
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El gato las ignoró deliberadamente.
Abrió la puerta y entró en el cuarto.
Su hijo lo siguió, pero dudó un segundo antes de entrar.
Ese segundo fue definitivo, y cuando quiso seguir a su padre, la puerta ya se había cerrado.
Dio unos pasos hacia atrás y abrazó su peluche, triste.
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Dentro de la habitación, el padre se sentó en la blanca cama, junto a su hija.
La agarró de los hombros y la acercó a sí mismo.
La gatita tosió, sin fuerzas.
El gato la abrazó con delicadeza, y apoyó su cabeza con la de su hija con una ternura inimaginable.
De repente, el pitido, antes regular, de repente se transformó en continuo.
El cuerpo de la gatita perdió la fuerza. La cabeza cayó, y el cuerpo colgó de los brazos del padre.
De su boca salió un último y cálido aliento, justo un instante antes de que la muerte la envolviera con su frío manto.
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En el níveo lecho de muerte de la blanca habitación del hospital, un gato abrazaba el cuerpo de su hija. Aún estaba caliente, pero la vida ya la había abandonado, y pronto se enfriaría.
El pitido ya había cesado hacía mucho tiempo.
Un sonido, que habría sido totalmente imperceptible de no ser por el silencio que reinaba, rompió la paz del cuarto.
Ese sonido era el de una cosa rompiéndose.
Era un sonido que todo el mundo debía temer, ya que indicaba la formación de una profunda y fina grieta que significaba la muerte inminente.
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