Capitulo III

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Esa misma noche se engalanaron con el mismo esmero que una pareja a punto de casarse podría tener.

La muerte había salido a conseguir unos pequeños obsequios. Aunque Roans sabía que la razón de su huida era para darles un momento de intimidad.

La enfermedad de Luis lo agotaba de sobre manera pero aun así se negó a la ayuda que le brindó para vestirlo, también porque quería que su novio lo viese íntegro y fuerte como cuando se enamoró de él. Antes no tenía la piel pálida ni moretones que le adornaran terriblemente su adelgazado torso.

Aun así Roans lo seguía amando.

Usaron unos elegantes pero viejos trajes, uno iba de azul marino y otro de negro. Se miraron y quedaron unos segundos parados en el marco de la entrada, ya todo terminaría.

Cerraron la puerta, Luis acarició la madera de esta con cierto cariño y se despidió de la casa para siempre.

Caminaron de la mano, trataron de ignorar las malas miradas y murmullos y se centraron en la luz del atardecer. Cuando el kiosko se asomó con los músicos callejeros y las parejas bailando a su alrededor el nerviosismo volvió con fuerza ¿Podrían arrepentirse ahora?

—¿Me permite este baile, caballero?—dijo Roans.

De pronto el dolor se fue, no había sufrimiento, ni estereotipos, ni órdenes. El bien y el mal no existía sino el amor y una efímera libertad.

La gente dejó de bailar, el asco los empujó fuera de la pista dejándolos solos con la luz del atardecer y los violines de fondo. Los músicos nunca dejaron de tocar, comprendieron que esa sería una sonata de despedida.

Estaban tan ensimismados que fueron tomados por sorpresa por los policías y la sociedad enardecida, arrancados del cuerpo y mirada del otro fueron vendados de ojos. Les ataron las muñecas y llevaron caminando en medio de golpes e insultos, el corazón les latía a mil por hora. Se mantenían llamándose para comprobar que seguían juntos.

Les empujaron hasta arrodillarlos a la fuerza, todo lo que Roans había escuchado salir de las ropas de la muerte se estaba cumpliendo y retumbaba en sus oídos que involuntariamente se agudizaban.

Pero había un grito que desencajaba de todos los demás, uno que ambos reconocieron. Era la madre de Luis pidiendo clemencia por ambos; a Roans se le encogió el corazón, él nunca fue querido por sus padres y que una mujer que apenas conocía rogara por su vida le hizo llorar como nunca antes.

Luis tenía la respiración terriblemente agitada y que escuchara a su madre solo le provocó ansiedad por correr a abrazarla. No se despidió de ella.

Alguien les desató las cuerdas y en sus dedos anulares fueron deslizados lo que se sentían como anillos. La muerte posó sus manos en un hombro de cada uno, de su garganta entonó una bella tonada que los llenó de tranquilidad.

—Gracias—dijo Luis con la voz rota.

Roans no supo identificar a quien iba dirigido.

La muerte cantó más fuerte, tratando de ahogar los ensordecedores insultos que les dedicaban.

—Te amo, Luis

—Yo también, Roans.

Tentaron la tierra hasta encontrar sus manos que tomaron fuertemente. El sonido de las escopetas cargándose les dio una extraña resignación, una emoción por saborear un poquito de liberación.

—Les prometo que ya nunca más estarán separados.

Sonrieron genuinamente y suspiraron por última vez.

Desafortunada la persona que viva en compañía de la muerte porque vería los estragos de la calamidad, decían.

Mentira, aún pensaba Roans. Para ver la calamidad no hacía falta más que estar vivo, no hacía falta más que ser diferente.

Los oficiales apuntaron y dispararon a sus cabezas. Todo olía a pólvora.

Cayeron muertos, sin embargo nunca se soltaron.

Lo que la sociedad anuncia tempranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora