II

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Ésa noche, volví a verla. Yo estaba desnuda, y las piernas me colgaban a los lados. Diminutos pares de manos trabajaban como un turbio cuchillo sobre mis muslos, y las reconocí al instante. Ella. El olor que desprendían era devastador. Se movían desesperadamente por cada espacio de mi anatomía, cortándome la respiración; volviéndola sangre, llevándome al borde una y otra vez, sin cansancio.

Sus dedos se enterraron en mi interior hasta que todo en mi cabeza dejó de existir. Estrujé a uno de mis pechos con una mano, echando la cabeza hacia atrás en éxtasis, aquél que te devora cada célula; y con la otra, tiré de sus cortos cabellos, disfrutando de jalar su cabeza y de sentirlos clavarse bajo mis uñas. Mi vulva empapada quedó embutida profundamente en sus dedos; su boca tan peligrosamente cerca, sus dientes, su aliento, su silueta nadando en la negrura.

Gemí atolondradamente cuando éstos vibraron, abriéndose paso, desgarrando, y me besó, crudo y húmedo, su lengua enredándose con la mía en un intento feroz por dominarla, por disolverse; los extraordinarios sonidos mezclándose en el aire como una sucia canción.

Respiro, inhalando trozos de ella. El azul eléctrico de sus ojos, la vida que dejé atrás, la que ahora me lame los talones como aquél lugar árido y desalmado, como un animal desmembrado.

Ella; quien luce segura, delicada. Centrada y mordaz. Huele tanto a sexo y ácido que apenas puedo distinguir entre el roce de las sábanas y las uñas, como si ambas se hubieran fundido en mí, convirtiéndome en pura carne y hueso. Mis fosas nasales se han desperdiciado. Mi cuerpo entero se mueve frenéticamente hasta donde está ella. Tocándome. Escupiendo la piel en suaves bolas. Chupando hasta que sus labios lucen transparentes.

Me gusta cómo produce en mí un fuego en las entrañas. Me gusta el sabor de su piel, la docilidad con la que cede bajo la punta de mis dedos.

Me gusta que me haga suplicar en silencio. Su boca apoderándose de mis pezones duros, los ecos de cada toque resonando en los rincones vacíos de mi mente.

Me gusta que pueda llenarlo: el vacío. Me gusta que lo mastique y retuerza mis pezones entre sus dedos y no deje de mirarme a los ojos en ningún momento.

Mis caderas se alzan intrépidamente en busca de ella.

Me gusta que me haga morir de ésta forma.

Finalmente, me corrí con un último grito, y, luego; desperté. Desnuda y sola. Me mojé los labios con mis propios fluidos cuando los tracé con mis dedos como para asegurarme de que efectivamente sólo había sido un sueño, y suspiré, tragándome el agrio sabor, aún con la respiración entrecortada azotando a todo lo que veía, la oscuridad cernida en mí como un manto manchado.

Me peiné los rizos sudados hacia atrás. Apoyé la espalda contra la cabecera, sintiendo que mis huesos no respondían. Tenía la piel en llamas y el corazón latiendo a mil.

Me sentía tan sucia y confundida que mis ojos se aguaron. Aquello, lo que sea que fuese, me estaba comiendo viva. La vasta humedad de la parte baja de mi anatomía más que placentera, era mórbidamente abrumadora.

Acababa de tener un sueño húmedo con una tía.

Con un millón de emociones comprimiéndome el pecho, me mordí fuertemente la mano para no gritar.

Cuando volví a cerrar los ojos, unas horas más adentrada en la madrugada, ella seguía ahí.

Ésta vez sus colmillos eran más que visibles, y me observaba detenidamente con una exultante sonrisa en los labios, sentada tranquilamente al pie de mi cama.

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