Intento

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Diego era un chico de 16 años, una edad en la que a todo el mundo —al menos eso le parecía a él— le importaba demasiado como le viera la gente. Diego pensaba que la gente, todas las personas de su alrededor, sólo utilizaban las redes sociales para una cosa: Verse bien en el mundo, ser uno más, y no uno solo. A él le daba completamente igual como le vieran los demás, lo único importante era que se sintiera bien consigo mismo, entonces lo demás daba igual y todo estaba bien.

Metió las llaves en el cerrojo, giró y abrió la puerta. Entró a toda prisa a su casa y la cruzó a la suficiente velocidad para producir una corriente de aire que tirase al suelo —lentamente y haciendo antes un giro en el aire— unos pocos folios que estaban colocados sobre la mesa del salón, plagados de dibujos y bocetos de personajes de cómic. También fue la suficiente velocidad para llegar al cuarto de baño a tiempo.
Una vez cubiertas sus necesidades, recogió los pocos folios que había tirado al suelo antes y se sentó en la silla de su escritorio, que crujió, como de costumbre. Él ya estaba muy acostumbrado a ese sonido, todos los días lo escuchaba, ni siquiera la primera vez que lo escuchó se asombró, fue como si lo estuviese esperando, además, era único. Se había sentado en muchas otras sillas otras veces, que también crujían, pero ninguna como la suya. Decía que era capaz de reconocer su silla solo por su sonido al crujir. Pero ese día, ese sonido no sólo le resultó familiar, estaría seguro de que también le resultó placentero.
Sacó su libro de matemáticas de la mochila y lo colocó sobre el escritorio, abierto por la mitad, también sacó de la mochila un cuaderno y un par de bolígrafos, que puso en la mesa uno al lado del otro, perfectamente paralelos. Seguidamente, se metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono móvil, para mirar los chats.

Él tenía los amigos justos según él. Uno. Y aunque no fuese mucha cantidad de amigos, sí que eran de calidad. Conoció a Fran a los 8 años y desde entonces nunca se ha separado de él. Diego no había tenido antes un amigo y Fran era casi como su hermano. Con las demás personas no se llevaba ni bien, ni mal, apenas hablaba, y todo lo que contaba se lo contaba a Fran, no había ningún amigo mejor que Fran, según Diego.

Sólo tenía abierto un chat, con Fran. No había ningún mensaje nuevo. El último mensaje que había mandado a Fran era "ok", respondiendo a alguna petición de salir a dar una vuelta, pero ese mensaje fue de ayer. Hoy, Diego sabía bien lo que tenía que hacer. Empezó a sonar un fuerte silbido, describiendo una pequeña melodía  que se repetía una y otra vez, y vibró el móvil. Cuando vibró, Diego lo soltó de golpe sobre la mesa, del susto. No estaba acostumbrado a que le llamasen, ni siquiera al pequeño sonido de las notificaciones. Le estaba llamando  "mamá pesada", cogió el móvil, descolgó y se lo colocó en la oreja.
Diego apartó durante un segundo el oído del móvil al escuchar un grito que provenía del otro lado.
"— ¡Ponte a estudiar!"
"— Pero, —.Pensó durante al menos 1 segundo antes de seguir hablando— ¡Si estoy estudiando!
"—Anda ya, si te acabo de ver "en línea" en el móvil ese, ¡apágalo y déjalo sobre la mesa de la cocina! ¿Entendido?"
Ese "entendido" lo dijo sílaba por sílaba, casi como si se lo dijera a un niño de 4 años, pero sin el tono agradable que se suele poner en esos casos.
"— Sí, mamá"
"— ¿Seguro?"
Diego colgó.
Dejó el móvil sobre la mesa y suspiró, quedándose con la cabeza agachada y los ojos cerrados, pensando todo lo que tenía que hacer y organizando en su cabeza, como si dibujara una agenda en su mente, cómo haría sus tareas por horas. Entre las tablas de las horas aparecieron poco a poco los personajes que dibujaba en sus cómics. Uno de ellos, un superhéroe típico musculoso y con una capa roja empezó a golpear con sus enormes puños el calendario mental, mientras, una serpiente con alas de águila se enrollaba juntando, estrujando y partiendo todas las líneas de la tabla que había dibujado Diego en su mente. Una vez esos seres acabaron de destruir por completo el horario de Diego, se despertó. Miró su reloj a toda prisa y al ver la hora, se golpeó en la frente con su palma derecha. Eran las 10 de la noche, su tiempo de estudio había terminado.

Y nada había cambiado.

Recuperación y pérdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora