"Más yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla ya adultero con ella en su corazón"
(San Mateo,V,28)
Y sus discípulos dijeron: Si tal es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse. Entonces Él les dijo: No todos reciben esta palabra, sino aquellos a quienes es dado. por que hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres; y hay eunucos que se hicieron a sí mismos eunucos por causa del reino los cielos. El que sea capaz de eso, sealo.
(San Mateo, XIX, 10-2)
Era el comienzo de la primavera. Llevábamos dos días de viaje.
A cada parada del tren subían y bajaban viajeros de nuestro coche; pero quedaban tres personas, que como yo, habían subido al coche en el punto en partida del tren: una señora ni joven ni guapa cara consumida con gorro en la cabeza un paleta medio hombre y fumando cigarrillos; su acompañante, de unos cuarenta años, portador de un equipaje flamante, muy arreglado y ordenado; finalmente, otro caballero que se mantenía a distancia, aún joven, pero con el pelo rizado prematuramente canoso, bajo de estatura, de ademanes nerviosos, con unos ojos muy brillantes que saltaban con rapidez de un objeto a otro. Llevaba un sobretodo usado pero hecho por un buen sastre, con astracán, y un alto sombrero también de astracán. Bajo el sobretodo, cuando lo desabrochaba, se veía la poddiovka y la camisa rusa bordada. Otra particularidad de este caballero consistía en emitir de vez en cuando sonidos extraños parecidos a tos o risa bruscamente interrumpida. Este señor parecía evitar durante todo el trayecto trabar relaciones con los viajeros. Cuando alguien le dirigía la palabra, daba una respuesta breve y seca y se ponía a leer, o mirando por la ventanilla, fumaba o sacando provisiones de su vieja valija bebía té y comía.
A mí se me antojó que le pesaba la soledad y varias veces traté de hablarle; pero cada vez que nuestras miradas se cruzaban, lo que sucedía a menudo, porque estábamos sentados casi frente a frente, volvía la cabeza, tomaba un libro o miraba por la ventanilla. A la caída de la tarde, aprovechando una parada larga, este señor bajó a la estación a buscar agua hirviente y se puso a preparar su té. El caballero de los equipajes flamantes —un abogado, según supe después— bajó con su vecina, la señora del sobretodo masculino y de los cigarrillos, a tomar té en el restaurante de la estación.
Durante su ausencia entraron en el coche algunos viajeros nuevos, entre los cuales figuraban un viejo alto, muy afeitado y arrugado, un comerciante a todas luces, embutido en un cumplido capote de pieles y cubierto por una gorra no menos cumplida. Este comerciante se sentó frente al puesto vacío del abogado y de su compañera; y al punto entabló conversación con un joven que parecía un viajante de comercio, y que acababa de subir también en esa estación. Yo me encontraba lejos de esos dos viajeros, y como el tren estaba parado, podía oír a ratos fragmentos de su conversación.
El comerciante declaró primero que iba a su casa de campo, la que se encontraba cerca de la próxima estación; después hablaron, como de costumbre, del desarrollo actual del comercio, especialmente en Moscú, y luego de la feria de Nijni-Nóvgorod. El comisionista empezó a relatar las francachelas de un rico comerciante, muy conocido; pero el viejo no le dejó seguir, poniéndose a contar francachelas y devaneos de antaño en Kunávino, en las cuales había tomado parte. Estaba evidentemente muy orgulloso de tales recuerdos. Contaba con orgullo cómo, estando beodos, habían hecho precisamente con aquel mismo comerciante, en Kunávino, tales locuras, que no podía decírselas al otro más que al oído, a lo que el viajante soltó una carcajada estrepitosa y el viejo se puso a reír enseñando los dientes amarillentos.
Como no me interesaba su charla, salí del vagón para estirar las piernas. En la portezuela encontré al abogado y la señora:
—No tiene usted tiempo ya —me dijo el abogado—, va a sonar el segundo toque.
