Apenas marchó el viejo, se generalizó la conversación. —¡He ahí un vejete del Antiguo Testamento! —exclamó el viajante.
—Es el Domostroy1
—Sí, señores —terció el abogado—. Todavía estamos lejos de las —dijo la señora—. ¡Vaya unas ideas salvajes sobre la mujer y el matrimonio!
1 El Domostroy es un código matrimonial de la época de Iván el Terrible.
ideas europeas sobre el matrimonio.
—Lo esencial, y lo que no comprenden gentes como ése —interrumpió la señora—, es que sólo el amor consagra el matrimonio, y que el verdadero matrimonio es el consagrado por el amor.
El viajante escuchaba sonriente, esforzándose para retener en su memoria las frases que oía, a fin de usarlas en oportunidades futuras.
En medio del discurso de la señora, se oyó un sonido como de risa interrumpida o sollozo, y volviendo la cabeza vimos a mi vecino, el caballero canoso y solitario de los ojos brillantes. quien durante la conversación, que evidentemente le interesaba mucho, se había aproximado a nosotros sin ser notado. Estaba de pie con las manos apoyadas en el respaldo del asiento y se le veía visiblemente agitado; tenía la cara encarnada y le temblaba un músculo en la mejilla.
—Y ¿qué amor es ése... el amor... que consagra el matrimonio? —dijo con voz vacilante. Notando el estado excitado de su interlocutor, la señora trató de contestarle con la mayor dulzura y precisión:
—El verdadero amor... Cuando existe ese amor entre un hombre y una mujer, el matrimonio se hace posible —exclamó.
—Sí. Pero, ¿qué debe entenderse por verdadero amor? —insistió el hombre de los ojos brillantes, sonriendo tímidamente.
—La señora dice —intercedió el abogado— que el matrimonio debe ser ante todo resultado de un afecto, de un amor, si usted quiere; y que, cuando existe el amor, el matrimonio representa, por así decir, algo sagrado, pero sólo entonces. Dice también que todo matrimonio que no se funda en un afecto natural, en el amor, si quieren ustedes, no encierra nada que obligue moralmente. ¿Es así como hay que entenderlo? —preguntó a la señora.
La señora aprobó con un movimiento de cabeza esa aclaración de su pensamiento.
—Por consiguiente... —añadió el abogado, continuando el
discurso. Pero el caballero nervioso, sin dejarle acabar, aunque haciendo grandes esfuerzos por contenerse, repitió:
—Bien, sí, señor, pero, ¿cómo ha de entenderse ese amor?
—Todo el mundo sabe lo que es el amor —dijo la señora, deseando evidentemente poner fin a la discusión.
—Pues yo no lo sé, y desearía saber cómo lo define usted.
—¿Cómo? Es muy sencillo. El amor... el amor... es la preferencia exclusiva de una persona a todas las demás.
—¿Una preferencia por cuánto tiempo?. . . ¿Por un mes, por dos días, por media hora? —arguyó el caballero canoso, y se echó a reír.
—No, dispense; usted no habla sin duda de la misma cosa.
—¡Sí; hablo absolutamente de lo mismo! De la preferencia de una persona a todas las demás... Pero, pregunto: ¿una preferencia por cuánto tiempo?
—¿Por cuánto tiempo? Por mucho, y a veces por toda la vida.
—Pero eso no se ve más que en las novelas; en la vida, jamás. En la vida, esa preferencia de uno sobre todos, rara vez dura varios años: lo más común es que sólo dure meses, cuando no semanas, días, horas. . . —añadió, sabiendo que sorprendía a todos con estas opiniones y encontrando placer en ello.