—Así se casan todos, y yo me casé así, y empezó la famosa luna de miel. El nombre sólo, ¡qué asqueroso es! —silbó Posdnichev con cólera—. Un día estaba yo por París visitando los espectáculos de feria, y entré en uno, seducido por la muestra, para ver una mujer barbada y un perro marino. Resultó que la mujer no era más que un hombre en traje escotado, y el can un perro común que nadaba en un baño, vestido de una piel de foca. No había, pues, nada de interés; pero el exhibidor me acompañó a la salida muy cortésmente, y se dirigió al público aglomerado a la puerta, apelando a mi testimonio. "Pregunten ustedes al señor si vale la pena de verse... ¡Pasen ustedes, pasen; un franco por persona!" Y me dio vergüenza responder que no valía la pena ver el espectáculo y es probable que el dueño contaba con ello. Eso mismo debe ocurrir con las personas que han experimentado todas las abominaciones de la luna de miel y no desilusionan a los demás. Yo tampoco desilusioné a nadie, pero ahora no veo por qué callar la verdad. Hasta creo que es imprescindible decir la verdad sobre esto. Es molesto, vergonzoso, repugnante, lastimoso, y, sobre todo, aburrido. Es algo así como lo que experimenté cuando empecé a fumar; ganas de vomitar, babeaba y me tragaba la saliva, fingiendo sentir placer. El placer de fumar, como el placer amoroso, si llegan a sentirse, es después; hace falta que los esposos logren la educación de ese vicio para que sientan un goce en él.
—¿Cómo, vicio? —dije—. ¡Pues si está usted hablando de una de las cosas más naturales!
—¡Naturales! —exclamó—. ¿Naturales? No, le diré, al contrario, que llegué a la conclusión de que es innatural. Sí, completamente innatural. Pregunte a un niño; pregunte a una joven no corrompida. Mi hermana se casó muy joven con un hombre que tenía el doble de su edad, y que era profundamente corrompido. Me acuerdo de nuestra sorpresa la noche de bodas, cuando la vimos pálida y bañada en lágrimas, huir de él, temblando con todo su cuerpo y diciendo que por nada del mundo podía siquiera decir lo que aquel hombre quería de ella. ¡Y usted dice natural! Natural es comer. Comer es alegre, fácil, y no vergonzoso, desde el principio; ¡pero eso es repugnante, da vergüenza, causa dolor! No. ¡Que ha de ser natural! Me he convencido de que a una muchacha no corrompida le inspira siempre horror.
—Pero ¿cómo se propaga el género humano? —dije yo.
—¡Ah, sí!, que no vaya a desaparecer el género humano —dijo con cólera e ironía, como si hubiera esperado esta objeción harto conocida y de mala fe—. Si uno predica la abstinencia de la
procreación para que los lores ingleses siempre puedan atracarse a sus anchas, está bien. Si uno predica la abstinencia de la procreación para tener más placeres, está bien; pero si uno se atreve a decir una sola palabra aconsejando la abstinencia de procreación en nombre de la moral, ¡Dios mío, qué gritos! El género humano se siente en peligro porque unos cuantos hombres quieren cesar de ser puercos. Pero, discúlpeme. Me molesta esta luz, ¿puedo taparla? —dijo, indicando el farol. Contesté que me era igual y entonces subió en el banco, apresuradamente como todo lo que hacía, y bajó la cortina de lana del farol.
—Sin embargo —dije yo—, si todos tomaran esto por ley, el género humano dejaría de existir. Demoró en contestar.
—¿Usted pregunta cómo se perpetuaría el género humano? —dijo, sentándose otra vez frente a mí, las piernas muy separadas y apoyándose los codos en las rodillas—. Pero, ¿para qué ha de perpetuarse el género humano?
—¿Cómo, para qué? Porque de otro modo no existiríamos.
—¿Y para qué tenemos que existir?
—¿Para qué? Para vivir.
—¿Y por qué vivir? Si no hay ningún fin, si la vida nos ha sido dada por sí misma, no hay para qué vivir. Y si es así, entonces los Schopenhauer, y los Hartmann, y también todos los budistas tienen completamente razón. Pero si la vida tiene un objeto, es claro que debe cesar una vez alcanzado este objeto. Y así sucede —Hablaba con agitación y se veía que estaba muy apegado a su pensamiento—. Y así sucede. Observe usted: si el fin de la humanidad es el bien, la felicidad, el amor —como quiera—, si el fin de la humanidad es lo que dice la profecía:
que todos los hombres han de unirse en el amor, que las lanzas serán fundidas para hacer guadañas, etc., entonces ¿qué es lo que impide alcanzar este fin? Lo impiden las pasiones. Entre las pasiones, la más fuerte, mala y obstinada es el amor sexual, carnal, y por eso si se aniquilan las pasiones y la última entre ellas, la más fuerte, el amor carnal, entonces se cumplirá la profecía, los hombres se unirán, el fin de la humanidad habrá sido alcanzado y no tendrá ya para qué vivir. Pero mientras la humanidad exista, tendrá delante de sí un ideal y, desde luego, no el ideal de los conejos o los chanchos, de multiplicarse lo más posible, ni tampoco el de los monos o de los parisienses de disfrutar con todo refinamiento de los placeres de la pasión sexual, sino el ideal del bien que se alcanza por la abstinencia y la pureza. Es a este ideal que han aspirado siempre los hombres y al que siguen aspirando. Pero fíjese usted en las consecuencias. Resulta que el amor sexual es una válvula de seguridad. Si la generación que vive actualmente no ha alcanzado el objeto final de la humanidad, es únicamente porque tiene pasiones, y la más fuerte de ellas: la pasión sexual. Pero si hay pasión sexual, nace una nueva generación, es decir, que aparece una nueva posibilidad de alcanzar este fin. Si no lo alcanza la nueva generación, viene otra más y así hasta que se alcance el fin y se cumpla la profecía de la unión de los seres humanos. De no ser así, ¿qué es lo que sucedería? Si admitimos que Dios
ha creado a los hombres para que alcancen un objeto definido, los habría creado o mortales sin pasión sexual, o eternos. Si fuesen mortales, pero sin la pasión sexual, ¿qué es lo que sucedería? Vivirían y, sin haber alcanzado el fin, morirían, y para alcanzar el fin Dios hubiera tenido que crear a nuevos hombres. Si, al contrario, hubieran sido eternos, supongamos (aunque es más difícil a los mismos hombres y no a generaciones nuevas corregir sus errores y aproximarse a la perfección), supongamos que alcanzaran el fin después de muchos miles de años;
pero entonces, ¿para qué seguirían viviendo? Y ¿qué hacer con ellos? No, lo mejor es justamente que las cosas sean como son. Pero tal vez no le gusta esta forma de expresar mi pensamiento. ¿Tal vez es usted un evolucionista? Pero aun así resulta lo mismo. La especie superior de animales —la raza humana—, para mantenerse en su lucha contra los demás animales, debe unirse, como lo hacen las abejas, y no proliferar ad infinitum;
debe, igual como las abejas, producir seres asexuales, es decir, que debe aspirar otra vez a la abstinencia, pero de ninguna manera a esa exasperación de la lubricidad, a la que tiende toda la estructura de nuestra vida. —Calló un rato—. ¡El género humano desaparecerá! Pero ¿es posible que exista alguien, cualquiera que sea su modo de encarar la vida, que pueda dudar de esto? ¡Si esto es tan indudable como la muerte misma! Todas las religiones enseñan que debe venir la muerte y todas las deducciones científicas también demuestran que es inevitable. Entonces, ¿qué hay de temible si la enseñanza moral llega al mismo resultado?
Se calló largo rato después de esto, terminó de fumar su cigarrillo y sacó nuevos de su bolsa, colocándolos en su vieja cigarrera manchada.
—Comprendo su idea —dije—, los shakers afirman algo semejante.
—Sí, sí, y tienen razón —dijo—. La pasión sexual, bajo cualquier forma, es un mal terrible, contra el cual hay que luchar y no fomentarlo como sucede entre nosotros. Las palabras del Evangelio de que toda persona que mire una mujer con deseo ya comete el adulterio con ella, no se refieren únicamente a las mujeres de otros, sino justamente y en primer lugar a su propia mujer.