—Entonces le voy a contar... Pero ¿lo desea de veras? Repetí que lo deseaba mucho. Se calló un rato, se pasó la mano sobre la cara y empezó:
—Si he de contar, tengo que contar todo desde el principio:
tengo que contar cómo y por qué me casé y qué clase de hombre
fui antes de casarme. Antes de casarme, vivía como viven todos, es decir, en nuestro medio. Soy terrateniente, licenciado de la universidad, y era mariscal de la nobleza. Antes de casarme viví como viven todos, es decir, en el vicio y, como todas las gentes de mi clase, viviendo en el vicio, me imaginaba que vivía como debía. De mí mismo pensaba que era una monada, que era un hombre completamente moral. No era un seductor, no tenía gustos contra la naturaleza, ni convertía el vicio en objeto principal de mi vida, como lo hacían muchos de mis coetáneos, sino que me entregaba a él con regularidad y decencia —para la salud—. Huía de las mujeres que podían atarme, dándome un hijo o cobrándome afecto. En fin, es posible que haya habido hijos y también afectos. Pero yo me las arreglaba para no enterarme. Y eso lo consideraba no sólo moral, sino que me enorgullecía de ello.
Se detuvo, emitiendo ese sonido particular como hacía sin duda cada vez que una nueva idea acababa de ocurrírsele.
—Y ¡ésta es la vileza principal! —exclamó—. Pues la relación no consiste solamente en hechos físicos; ninguna ignominia física constituye la relajación por sí sola, sino que el verdadero libertinaje está en emanciparse de todo lazo moral respecto de una mujer con quien se tienen relaciones carnales, y ¡yo miraba como un mérito esa emancipación! Recuerdo que una vez pasé grandes torturas por haberme olvidado de pagar a una mujer que probablemente se entregó a mí por amor. No me quedé tranquilo hasta mandarle el dinero, demostrándole así que no me consideraba moralmente obligado para con ella. No mueva usted la cabeza como si estuviese de acuerdo conmigo —exclamó de pronto, vehementemente—, ya conozco ese truco. Todos nosotros, y también usted, a no ser que constituya usted la excepción, tenemos las mismas ideas que yo tenía entonces. Pero lo mismo da; usted dispense —continuó—; la verdad es que es espantoso, espantoso, espantoso.
—¿Qué es espantoso? —pregunté.
—Este abismo de errores en que vivimos frente a la mujer y a nuestras relaciones con ella. Sí, me es imposible hablar de esto con calma y no porque me haya sucedido ese episodio, como decía el abogado, sino porque desde que me sucedió aquello, se me abrieron los ojos y vi todo con una luz completamente nueva. ¡Todo es al revés, al revés!
Encendió un cigarrillo, y apoyándose en sus rodillas empezó a hablar.
En la oscuridad no veía su cara, sólo oía, en el estruendo del tren, su voz grave y agradable.