Capítulo 10

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—He ahí, pues, cómo me atraparon. Yo estaba lo que se llama enamorado. No sólo me parecía ella el colmo de la perfección, sino que me consideraba a mí mismo durante el noviazgo como el colmo de la perfección. Pues no hay en el mundo un malvado que no pueda encontrar otros malvados más viles que él en algún sentido y, por consecuencia, encontrar razones para enorgullecerse y sentirse satisfecho. En este caso estaba yo. No me casé por el dinero: el interés no entró por nada en ese asunto; no hice como la mayoría de mis conocidos, que se han casado por el dinero o por emparentar con ciertas familias. En primer lugar, yo era rico y ella pobre. Otra cosa de la que me enorgullecía era mi firme intención de vivir como monógamo después de la boda, cuando los demás se casaban pensando continuar la vida polígama que habían llevado antes de casarse. Y mi orgullo de esto no tenía límites. Sí, era yo un verdadero cochino, pero me imaginaba un ángel. Mi época de novio no fue larga. No puedo acordarme sin vergüenza de ese período. ¡Qué abominación! Quedamos, pues, en que el amor es un sentimiento espiritual y no sensual. Entonces, si el amor es algo espiritual, tal comunidad de espíritu deberá expresarse en palabras, en las conversaciones. Nada de eso. Nos era sumamente difícil hablar a solas. ¡Qué trabajo de Sísifo! Apenas discurríamos algo que decir, y nos comunicábamos, vuelta a callar y a ponerse en busca de asuntos nuevos. No teníamos nada que decirnos. Cuanto pudiéramos decir sobre la vida que nos esperaba, sobre nuestra casa y nuestros planes, todo estaba dicho. ¿Y ahora qué? De ser animales, hubiésemos sabido que no teníamos que hablarnos;

pero, entre nosotros, era forzoso hablar, sin ocurrírsenos de qué, porque lo que nos embargaba a los dos no era cosa que se resolviese en palabras. ¡Y, por remate de cuentas, esa costumbre estúpida de comer golosinas, esa glotonería brutal de los dulces, esos abominables preparativos de boda, esas discusiones sobre la casa, las alcobas, las camas, los peinadores, las batas, la ropa blanca, los vestidos! Comprende usted que para el que se casa, según el Domostroy, como decía ese viejo, ¡claro!, almohadones de pluma, ajuar, camas, todas esas cosas son pormenores que acompañan el sacramento. Mas entre nosotros, cuando de cada diez que se casan, a duras penas se encuentra uno que crea, no digo yo en el sacramento, sino simplemente que el matrimonio presenta cierta obligación, cuando entre cien hombres apenas hay uno que no se haya casado antes, y apenas uno entre cincuenta que no esté decidido a engañar a su mujer en cada oportunidad, cuando la mayoría mira ese viaje a la iglesia como una condición necesaria para poseer cierta mujer: ¡considere usted la significación horrible que adquieren desde entonces esos pormenores! Resulta que todo el asunto se reduce sólo a esto. Que todo es algo así como una venta. A un libertino se le vende una joven inocente, rodeando la venta de ciertas formalidades.

La sonata a kreutzer - Leon TolstoiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora