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Brigette

El ruido de pisadas inhumanamente veloces la despertó. ¿Tan rápido había llegado la noche? Se sentía como si hubiese cerrado los ojos hace tan solos unos minutos, cuando la luz del amanecer comenzó a asomarse tras los picos de las montañas.

Brigette aún no se acostumbraba al nuevo horario de descanso, sino que se trataba de todo lo contrario: añoraba echarse en el mullido colchón y dormir abrazada por la oscuridad de la noche, rodeada del silencio nocturno, y levantarse al despuntar el alba rosácea, al mismo tiempo que el mundo parecía despertarse con ella al llegar el día; sin embargo, ahora se disponía a dormir cuando la claridad comenzaba, y al abrir los ojos se encontraba sumida en las tinieblas de Morfeo. Por supuesto, nadie la obligaba a seguir el ritmo del castillo y sus habitantes, pero detestaba la idea de mantenerse ajena a la vida diaria, aun si estar presente requería decirle adiós a sus hábitos usuales.

Cerró los ojos nuevamente, giró sobre su costado y se tapó por completo con la refinada sábana de bordados dorados, haciendo lo posible por ignorar los sonidos de aquellos que ya recorrían los infinitos pasillos del castillo, dándole la bienvenida a la noche. El fuerte olor a lavanda impregnado en el tejido le causó un cosquilleo en la nariz, que pronto se convirtió en un estornudo carente de cualquier elegancia. Con un suspiro de resignación, apartó la sábana de una patada e hizo un esfuerzo por despegar el rostro de la almohada de plumas, sentarse en la cama y hacer el intento de convencerse a sí misma de que sería un buen día; como era usual, el intento no sirvió de nada. Después de unos segundos de mirar hacia el vacío con una nula actividad cerebral, se apoyó en uno de los soportes del dosel de su cama para finalmente levantarse.

La luz plateada de la luna, que exhibía su cuarto menguante, se filtraba por el amplio ventanal firmemente cerrado de su habitación, e iluminaba con un resplandor fantasmal el suelo alfombrado y las paredes de un blanco inmaculado, así como el borde de una mesa de caoba con su respectiva silla, ambas labradas con líneas onduladas que formaban patrones complejos dentro del exquisito diseño.

Brigette, ya de pie de cara a la ventana, se tomó un largo momento para apreciar lo que se encontraba ante su mirada. Sus ojos no se dirigieron hacia el lujo de la habitación que le habían asignado sus anfitriones; no le dio importancia al alto techo inclinado que la cubría ni al pequeño sofá rojizo de la izquierda, que la invitaba a volver a acostarse entre sus cojines, ni siquiera prestó atención a la pila de libros que había enviado a traer para poder matar el tiempo, y que había aparecido como por arte de magia en algún momento de la noche anterior. No, la chica se dedicaba a mirar únicamente lo que el exterior del cristal le ofrecía, y lo que no se atrevía a reclamar: su libertad.

Fuera, recortadas por el resplandor de las estrellas, podían distinguirse las siluetas de las cumbres montañosas que rodeaban al castillo, manteniéndolo oculto a los ojos de visitas no deseadas. Al encontrarse la antigua edificación en una de estas cimas, las constelaciones podían avistarse con tan solo subir la mirada hacia el infinito cielo, espolvoreado de brillantina. A pesar de no ser capaz de mirar el bosque o los imponentes puentes de piedra desde su posición, Brigette se contentaba simplemente con poder contemplar aquellos astros que jamás había visto cambiar: las estrellas siempre estaban allí para ella, siendo una de las pocas cosas inmutables en su vida.

Agitó la cabeza tratando de despejar la bruma que el sueño todavía esparcía en su mente y se dirigió al cuarto de baño que se ubicaba dentro de sus "aposentos". Aún le encontraba un toque de humor a que una palabra tan refinada fuese usada en la época actual, pero era cierto que incluso todo el castillo por sí mismo parecía ajeno al pasar del tiempo.

Después de darse un baño rápido, ignorando la mayoría de aceites y jabones de aromas demasiado penetrantes para su gusto, se miró al espejo. Como siempre, era imposible para ella verse mal, y esto se lo debía a su estirpe de bruja. Por donde mirara, se encontraba con una mezcla adecuada de blanco, negro, rojo y azul: una piel sumamente pálida, mechones de cabello ondulado y negro como el carbón enmarcaban un rostro afilado pero atractivo, ojos del color de su amado cielo y labios carmesí que daban la impresión de estar pintados con sangre fresca.No pasó más de un minuto asegurándose de estar presentable antes de calzarse sus botas y salir de su habitación. Levantó el mentón con orgullo y un toque de desafío al abrir la puerta, consciente de que aun a estas alturas, luego de dos meses transcurridos y de haber cumplido los deseos del rey, habría ojos dispuesto a seguirla con desconfianza, y la palabra "bruja" susurrada por el eco del castillo.

La Corona de un ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora