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Velkan

Levantó la vista hacia la luna, para luego entrecerrar los ojos y aspirar el olor a pino y montaña que la suave brisa nocturna le traía. Sintió que las plumas de su nuca se erizaban, respondiendo al llamado del viento, invitándolo a entregarse al vacío y planear allá en donde solo los pájaros podían hacerle competencia. Para él, era imposible resistirse.

Desplegó la alas que tenía por brazos, disfrutando de la sensación de la corriente de aire al bailar entre sus plumas cobrizas. Se puso en pie lentamente, arañando el techo con las garras de sus patas. Desde la cima de la torre más alta del castillo, Velkan, el ave arpía, se imponía ante los cientos de metros que componían la caída desde su posición hasta la base de la montaña; por supuesto, ningún ser de su especie podía sentir miedo a las alturas y seguir siendo digno de las alas con las que eran bendecidos. Se dejó caer hacia el frente con los ojos cerrados, ni siquiera le era necesaria la vista, no cuando lo único que necesitaba eran los susurros del aire al ser rasgado a su alrededor.

Continuó su caída por unos segundos más, para luego permitir que sus alas redujeran la velocidad; aleteo una, dos, tres veces, elevándose lo suficiente para evitar chocar con uno de los niveles inferiores del castillo. Se dedicó a planear en círculos alrededor de la monumental edificación, manteniendo cierta distancia con las ventanas. Sabía que los vampiros tenían un ojo puesto en él.

Vampiros. Seres mortalmente peligrosos que habían sido parte de los cuentos de terror que Mamá Abby se sabía de memoria, esos mismos cuentos que lo habían dejado tan nervioso que era incapaz de dormir. Siempre le habían dicho que estaban extintos, que un sádico cazador de criaturas, el Rey de las Pesadillas (al cual también temía) los había hecho desaparecer de la faz de la tierra. Sin embargo, ahí estaba él, a tan solo unos metros de la colmena de los monstruos. Él era un aventurero, al contrario que la mayoría de las arpías; de entre su grupo de amigos exploradores (mayoritariamente humanos) era el único que se había atrevido a seguir los rumores como quien sigue las corrientes de aire, rumores que lo habían guiado hasta ese castillo. Y ahora sabía que los rumores encerraban una verdad que no había creído posible: los vampiros habían vuelto. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? No lo sabía, pero pensaba descubrirlo. Quizás, si se mantenía cerca durante el tiempo suficiente, podría averiguarlo. De momento, tan solo sabía que los cazadores salían de noche, que una mujer no-vampira habitaba allí también y que la máxima autoridad era un muchacho albino que se hacía llamar rey.

Velkan se dirigió a una de las ventanas abiertas, en cuyo alféizar de piedra posó sus patas. En la estancia que podía divisar dentro, varios metros más abajo, una mujer de piel y cabello oscuro hablaba con varios vampiros que escuchaban sin abrir la boca. Por lo que sabía, esa era la líder de una especie de guardias que custodiaban el castillo a todas horas, e incluso algunos cuantos se encargaban del bosque como sombras silenciosas. Ellos lo habían descubierto ya varias veces, y estaba seguro de que en ese mismo instante eran conscientes de su presencia, pero Velkan tentaba a la suerte, llevaba ya unas cuantas semanas bailando de cerca con el peligro que tanto lo atraía.

En un principio se había decepcionado. Los vampiros no cumplían con la mayoría de cosas que los cuentos aseguraban: no hacían banquetes de humanos todas las noches, ni colonizaban pueblos enteros para luego clavar los cuerpos vacíos de sangre en picas, ni siquiera cazaban en cantidades suficientes como para dejar vacío el bosque; en realidad, eran muy tranquilos. Sin embargo, Velkan no había descubierto todavía todos los misterios que lo mantenían anclado al castillo, y no pensaba irse en un largo tiempo.

Uno de los guardias elevó la vista hacia él; no fue necesario más que aquello para que el ave arpía aleteara nuevamente fuera del alcance de esos ojos rojizos. Se dedicó a sobrevolar en círculos los terrenos del castillo, dejando ir todo aquél pensamiento que interfiriera con la paz que volar traía a su espíritu.

Grandes montañas azuladas remarcaban el horizonte, fundiéndose de vez en cuando con la tonalidad celeste del cielo y el blancor de las nubes. Velkan ascendió en espirales alrededor de las torres hasta alcanzar el punto más alto, para luego girar en medio círculo y dirigirse al puente colgante que unía la cima escarpada en la que se imponía la edificación, con la montaña que le seguía. El chico contempló el bosque que se extendía más allá, hasta donde alcanzaba la vista, cubriendo de verdor las inmensas elevaciones. La montaña secundaria presentaba rastros de antiguas construcciones y un sistema de puentes colgantes que unían diferentes zonas entre sí, pero tal vista no se comparaba con el gran castillo. A los ojos de Velkan, las ruinas que veía pasar bajo sus patas eran tan solo un vestigio de lo que en el pasado pudo haber sido el inicio de un pueblo, mientras que la construcción principal gozaba de muros de piedra gigantes, ventanas por las que cabría una familia de osos, patios internos que era capaz de divisar en sus vuelos y, lo mejor de todo, cinco altísimas torres, cuatro de ellas en cada esquina y la central, mucho más alta, daba la impresión de intentar tocar el cielo. Velkan había visto el castillo desde cada ángulo posible en el exterior, y moría de ganas de ver sus interiores más allá de lo poco que podía permitirse ver a través de los vidrios.

Se dirigió hacia una rama que sobresalía de la copa del árbol más cercano. El olor a pino y tierra salvaje le susurraban que tomara nuevos riesgos, que se lanzara a la aventura; había estado planeando colarse dentro del castillo para explorar e investigar a fondo, mucho más de cerca, ya que, dejando de lado la edificación como tal, los avistamientos fugaces desde las ventanas tampoco eran suficiente para llegar a conocer mejor a esas criaturas, ni siquiera intentar seguirle el ritmo a los cazadores nocturnos era una opción para él. Sin embargo, Velkan apreciaba su vida y una posible muerte violenta a manos de la fuerza brutal de un vampiro no le llamaba mucho la atención, menos aun convertirse en el plato principal de un banquete sangriento. Por lo tanto, seguía esperando una oportunidad, una brecha, un solo descuido que le permitiera entrar por una de esas ventanas contando con al menos una pequeña probabilidad de salir entero.

Sentado en la rama con sus patas colgando hacia el suelo, camuflado entre las tonalidades oscuras de la madera, el ave arpía siguió espiando desde lejos.

La Corona de un ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora