El año en que mi madre y mi padre se casaron, mi padre le compró a su esposa un hermoso candelabro Baccarat. Dado que era muy grande y pesaba una tonelada, mi padre buscó en todo Gran Bretaña por una hacienda en donde pudiera acomodarlo. Escogió una casa palaciega muy vieja en el campo galés. La mansión tenía seis pisos de altura y en el medio de la casa había un patio interior con un techo de vidrio. Las escaleras circundaban la altitud del espacio abierto y al candelabro en la cúspide.
Desde que tengo memoria, solía pasar mis días acostándome debajo de los cristales en cascada del Baccarat y mirando cómo sus prismas centelleantes atrapaban la luz del sol, respirando arcoíris a lo largo de las paredes. Mi madre me sonreía y se reía junto a mi padre cubriéndose la boca. Yo era un romántico, decía ella, un soñador. Mi padre sonreía a sabiendas, pero nunca se molestaba en mirarme. Solo tenía ojos para mi madre, al menos hasta que el pequeño George llegó.
Pero yo no era un soñador, no; luchaba contra el sueño en cada respiro. Prefería pasar mis noches bailando en los campos estrellados. Si el cielo se despejaba y la luz de la luna descendía sobre el gran patio, era transformada por el Baccarat en un millón de diminutas estrellas brillantes y relucientes. El candelabro siempre estaba meciéndose muy gentilmente incluso sin una corriente de aire, y hacía que los astros vibrantes y quebradizos bailasen sobre las paredes al ritmo de una canción que solo yo podía oír.
Un día, desperté de una siesta por el ruidoso pero lento gruñido del metal lastimero. Llegué al patio justo a tiempo para ver al soporte del Baccarat partirse en dos. El candelabro descendió un piso antes de ser detenido abrupta y violentamente por su último soporte restante: una soga de nailon gruesa. George estaba jugando debajo con un tren, y le grité. Me miró por un momento y luego fue oscurecido a medida que el nailon se rompía y el candelabro recorrió los otros cinco pisos hasta que colisionó en donde mi madre se había lanzado para proteger a George.
Mi padre solo derramaba lágrimas por ellos detrás de puertas cerradas. Una semana luego de sus muertes, mi padre hizo que reparan el candelabro y que lo volvieran a colgar. Era de mi madre y él la había amado profundamente. Quizá le gustaba mirar al candelabro y pensar en ella. Pero me gustaba más creer que lo colgó de nuevo por mí, puesto que sabía lo mucho que lo disfrutaba.
Pero el candelabro no era el mismo. El ritmo gentil que mantuvo lealmente desde mi nacimiento ahora había sido reemplazado por una quietud tan absoluta como la muerte. Los arcoíris eran opacos, casi incoloros, y las estrellas danzantes que alguna vez relucieron en las paredes estaban ausentes. El patio permaneció tan oscuro como un corazón de obsidiana.
Aún paso mis días y noches acostado en el suelo, observando al candelabro y esperando que su magia vuelva a mí. Algunos días casi puedo ver los colores vibrantes y la luz moteada de las estrellas. La mayoría de los días no veo nada.
Pero no ver nada es mejor que la pesadilla que se asoma por el velo algunas veces, con crueldad y sin invitación. A veces puedo sentir el frío y el hambre y el dolor en mi pecho. A veces, las noches oscuras y los días apagados cobran sentido. A veces puedo ver el Baccarat como realmente es. Porque a veces recuerdo que no fue el candelabro lo que mi padre colgó en el techo del patio ese día: fue a sí mismo.