Sr. Bocón | #8

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Durante mi infancia, mi familia era como una gota de agua en un río vasto, nunca permaneciendo en una misma locación por mucho. Nos asentamos en Rhode Island cuando tenía ocho, y ahí nos quedamos hasta que fui a la universidad en Colorado Springs. La mayoría de mis recuerdos están arraigados a Rhode Island, pero hay fragmentos en el ático de mi cerebro que pertenecen a los varios hogares en los que vivimos cuando era mucho menor.
La mayoría de estos recuerdos son vagos y sin sentido —perseguir a otro niño en el patio de una casa de Carolina del Norte, tratar de construir una balsa para flotar en el lago detrás del apartamento que rentamos en Pensilvania, y la tendencia continúa—. Pero hay un repertorio de memorias cristalinas, como si las hubiese experimentado hace solo una temporada. Con frecuencia, me preguntaba si estos recuerdos eran simplemente sueños lúcidos causados por la enfermedad prolongada que contraje en primavera. Sin embargo, en lo profundo de mi corazón, sé que son reales.
Vivíamos en una casa afuera de la metrópolis desbordante de New Vineyard, Maine. Era una estructura grande, en especial para una familia de tres. Hubieron varias habitaciones que nunca me molesté en revisar durante los cinco meses que residimos ahí. En varios sentidos, era una pérdida de espacio, pero era la única casa en el mercado en aquel momento, al menos una que quedara a la hora de viaje de donde mi papá trabajaba.
Transcurrido mi quinto cumpleaños (al que solo atendieron mis padres), caí en cama enfermo por fiebre. El doctor dijo que era mononucleosis, lo que significaba que no podía sobreesforzarme y que la fiebre se quedaría conmigo por tres semanas más. La necesidad de estar encamado no pudo ser más inconveniente, puesto que estábamos en el proceso de empacar nuestras cosas para mudarnos a Pensilvania y la mayoría de mis posesiones ya habían sido confinadas a cajas, dejando mi habitación desértica. Mi mamá me traía ginger ale y libros varias veces al día. El aburrimiento siempre acechaba desde el otro lado de la esquina, queriendo asomar su desagradable rostro y martillar sobre mi miseria.
No recuerdo precisamente cómo conocí a Mr. Widemouth (Señor Bocón). Creo que fue alrededor de la semana en la que me dieron el diagnóstico. Mi primera memoria de la pequeña criatura fue preguntarle si tenía nombre. Me dijo que lo llamara Mr. Widemouth, porque su boca era larga. De hecho, todo en él era grande en comparación a su cuerpo —su cabeza, sus ojos, sus orejas curvadas—, pero su boca era, por mucho, lo más largo.
—Te ves como un Furby —le dije en tanto él se sumergía en uno de mis libros.
Mr. Widemouth se detuvo y me lanzó una mirada de confusión.
—¿Furby? ¿Qué es un Furby? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—Ya sabes, el juguete. El robot pequeño de orejas grandes. Lo puedes acariciar y alimentarlo, casi como si fuera una mascota.
—Ah.
Mr. Widemouth retomó su actividad, para luego decir:
—No necesitas uno de esos. No son iguales a tener un amigo de verdad.
Recuerdo que Mr. Widemouth desaparecía cada vez que mi mamá se pasaba para ver qué tal seguía. «Me escondo debajo de tu cama —me aclaró después—. No quiero que tus padres me vean, porque temo que no nos permitirán seguir jugando».
No hicimos mucho durante los primeros días. Mr. Widemouth solo ojeaba mis libros, fascinado por las historias y las imágenes que contenían. A la tercera o cuarta mañana luego de haberlo conocido, me saludó con una gran sonrisa en su rostro.
—Tengo un juego nuevo al que podemos jugar. Tenemos que esperar hasta que tu mamá te venga a revisar, porque ella no nos debe ver jugar. Es un juego secreto.
Después de que mi mamá me trajera más libros y soda a la hora usual, Mr. Widemouth se deslizó de debajo de mi cama y me tomó de la mano.
—Tenemos que ir a la habitación al final de este pasillo.
Me opuse al comienzo, dado que mis padres me habían prohibido abandonar la cama sin su permiso; pero Mr. Widemouth persistió hasta que desistí.
El cuarto en cuestión no tenía ningún mueble o papel tapiz. Su única característica distintiva era una ventana en el lado opuesto a la entrada. Mr. Widemouth corrió por la habitación y abrió la ventana con animosidad. Luego me alentó a ver hacia el terreno debajo.
Estábamos en el segundo piso de la casa, pero ahora nos ubicábamos en una colina, y desde ese ángulo la caída era mucho más precipitada debido a la inclinación.
—Me gusta fantasear aquí —explicó Mr. Widemouth—. Pretender que hay un trampolín grande y acolchonado bajo la ventana, y saltar. Si fantaseas con esmero, rebotas hasta acá como una pluma. Quiero que lo intentes.
Yo era un niño de cinco años con fiebre, así que solo una pizca de escepticismo atravesó mis pensamientos en tanto miraba hacia abajo y consideraba la posibilidad.
—Es una gran caída —le dije.
—Pero eso es parte de la diversión. No sería entretenido si solo fuera una caída corta. Si fuera así, mejor saltas en un trampolín real.
Jugué con la idea, imaginándome mientras buceaba entre la delicadeza del aire, solo para rebotar devuelta hacia la ventana en algo que era invisible para el ojo humano. Pero el realismo prevaleció.
—Quizá en alguna otra ocasión —concluí—. No sé si tengo suficiente imaginación. Me podría lastimar.
Apenas por un instante, el rostro de Mr. Widemouth se contorsionó en un semblante de desaprobación. Y el enojo dio lugar a la decepción.
—Si tú lo dices —me contestó.
Pasó el resto del día bajo la cama, tan callado como un ratón.
La mañana siguiente, Mr. Widemouth llegó sosteniendo una caja.
—Quiero enseñarte a hacer malabares —me dijo—. Aquí hay unas cosas que podemos usar para practicar antes de que comience con las lecciones.
Miré en la caja. Estaba llena de cuchillos.
—¡Mis padres me van a matar! —le grité, aterrorizado con que hubiera traído cuchillos a mi habitación, objetos que mis padres nunca me permitirían tocar—. ¡Me van a nalguear y castigar por un año!
Mr. Widemouth frunció el ceño.
—Es divertido hacer malabares con estos. Quiero que tú intentes.
Empujé la caja lejos de mí.
—No puedo. Me meterá en problemas. Los cuchillos no se tiran al aire.
El ceño de Mr. Widemouth se acentuó. Agarró la caja y se deslizó bajo mi cama, permaneciendo ahí por el resto del día. Me comencé a preguntar qué tan a menudo estaba debajo de mí.
Tuve problemas para dormir luego de esto. Mr. Widemouth me despertaba por las noches con frecuencia, diciéndome que había puesto un trampolín real en la caída de la ventana, uno grande, uno que no podría ver por la noche. Siempre lo ignoré y traté de volver a dormir, pero Mr. Widemouth insistía. Más de una vez se quedó despierto a mi lado hasta temprano por la mañana alentándome a saltar.
Ya no era divertido jugar con él.
Mi mamá vino una mañana y me dijo que tenía su permiso para caminar afuera. Pensó que el aire fresco me caería bien, especialmente luego de estar confinado a mi habitación por tanto tiempo. Eufórico, me puse mis tenis y troté hacia el porche, añorando la sensación del sol en mi rostro.
Mr. Widemouth me estaba esperando.
—Tengo algo que quiero que veas —me dijo. Debí de haberle respondido con una miraba reticente, porque luego acotó—: Es seguro, te lo prometo.
Lo acompañé por el inicio de un sendero que se extendía desde el bosque tras la casa.
—Este es un camino importante —me explicó—. He tenido muchos amigos de tu edad. Cuando están listos, los llevo por este sendero hacia un lugar especial. Tú no estás listo aún, pero un día espero poder llevarte.
Regresé a casa preguntándome qué clase de lugar yacía más allá del camino.
Dos semanas después de que conocí a Mr. Widemouth, la última carga de nuestras cosas había sido empacada en un camión de mudanza. Yo iría en la cabina del camión, sentado junto a mi padre, durante el largo viaje hacia Pensilvania. Consideré decirle a Mr. Widemouth que me marcharía, pero incluso a los cinco años de edad comenzaba a sospechar que las intenciones de la criatura no tenían en mente mi bienestar, a pesar de que él estipulara lo contrario. Por esta razón, decidí mantener mi partida en secreto.
Mi papá y yo estábamos en el camión a las cuatro de la madrugada. Él esperaba llegar a Pensilvania por la tarde del día siguiente con la ayuda de suministros infinitos de café y bebidas energéticas. Parecía más un hombre que estaba por correr en un maratón que uno que estaba a punto de pasar dos días sentado.
—¿Suficientemente temprano para ti? —me preguntó.
Yo asentí y coloqué mi cabeza contra la ventana, esperando dormir antes de que el sol saliera.
Abrí mis ojos en tanto nos colocábamos en la carretera. Vi la silueta de Mr. Widemouth en la ventana de mi cuarto, parado y sin moverse hasta que el camión avanzó por la carretera principal. Entonces se despidió lastimeramente con una mano. No le devolví el gesto.
Regresé a New Vineyard luego de varios años. La parcela de tierra sobre la que se alzaba nuestro hogar ahora estaba vacía, excepto por los cimientos, dado que la casa sucumbió a un incendio años después de que nos mudamos.
Por curiosidad, seguí el camino que Mr. Widemouth me enseñó en el bosque. Una parte de mí esperaba que me sobresaltara desde atrás y me sacara la mierda del susto, pero sentí que Mr. Widemouth se había ido, como si estuviera atado de alguna forma a la casa que ya no existía.
El camino terminó en un cementerio de New Vineyard. Noté que muchas de las lápidas pertenecían a niños.

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