Devolver al remitente | #7

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Mi vecino es una de esas personalidades de YouTube posers. A lo largo de los años, lo he visto toser canela, acostarse sobre el capó de su auto mientras desciende lentamente por la carretera, y empaparse con agua tibia, todo mientras grita epic win, epic fail, fuck o epic mantenimiento del status quo, hasta donde sé. Puede volverse muy cansado observarlo prolongar sus travesuras en búsqueda de la fama viral. Así que, cuando tocó mi puerta el otro día y me dijo que iría de viaje por unas cuantas semanas, preguntándome si podía recibir su correo, honestamente, fue un alivio. No puedo explicar la paz mental que tuve sabiendo que no tendría que prepararme para ninguna expresión de su estupidez por un tiempo.
Los primeros días transcurrieron con normalidad. Recibió algunas facturas, un poco de correo basura y algo que solo pude asumir que era una carta de cumpleaños. Luego, una noche, llegué a casa para encontrar una caja de madera fina esperándome en su pórtico. Tenía escrito «Devolver al Remitente» en letras grandes y rojas.
No soy ningún escuálido, pero debo admitir que me fue difícil levantar la caja por mi propia cuenta. Era malditamente pesada. Arrastrarla por el camino hasta mi casa fue aún más difícil, y me di cuenta pronto de que no había manera en la que podría arrastrarla por las escaleras de piedra y a través de mi puerta principal. Decidí que dejaría el paquete en mi garaje. No era como si mantuviera mi auto ahí: la puerta del garaje era un pedazo de mierda que se rehusaba a abrirse sin un buen golpe. Era menos problemático dejar el auto en la acera que estar riñendo con la puerta del garaje cada mañana y cada noche. En retrospectiva, debí haber puesto el paquete en el suelo mientras arremetía contra la puerta quejumbrosa, pero ya sabes cómo es cuando mantienes un buen agarre de algo y no tiene caso abandonarlo a menos que sea necesario.
Fue en tanto pateaba la puerta por una tercera vez que perdí el control del paquete y se me cayó hasta el suelo. «Joder», maldije y esperé que no hubiese roto nada importante, pero supuse que simplemente no le diría a mi vecino, dejándolo creer que cualquier daño ocurrió durante el transporte.
Con mis manos libres, al fin conseguí que la puerta del garaje se destrabara, y vaya que chilló en protesta mientras la levantaba. Arrastré la caja el resto del camino, ubicándola en una esquina para cuando mi vecino quisiese venir a reclamarla. Y luego me olvidé de ella por completo. Hasta que unos días pasaron, claro.
No estoy seguro de cuánto tiempo se tomó el hedor para poder colarse desde el espacio por debajo de la puerta del garaje que conduce hacia el resto de mi hogar, pero progresó lentamente. Era un hedor pútridamente dulce, como el de un zorrillo, y durante los primeros días, desde que lo olí, en verdad asumí que era eso en específico: algún animal silvestre que dejó su marca en mi casa. Fue solo hasta que noté que el hedor aumentaba en intensidad, en lugar de disolverse, que me dispuse a buscar una fuente. Entonces abrí la puerta de mi garaje, y fue ahí cuando el hedor me hizo trastabillar mientras me cubría la nariz.
El culpable no resultó ser difícil de identificar. El único cambio en mi garaje era la caja en la esquina. Recuerdo pensar que debió haber sido una de esas cajas de suscripción mensual de carne. La carne debió haberse echado a perder por no haberse refrigerado en tanto tiempo. ¿Cuánta carne debía de tener para que la caja fuera tan grande y pesada? ¿Toda una puta vaca?
Me cubrí la nariz y me acerqué a la caja. Pensé que el olor no podría empeorar, pero en tanto abría la tapa superior, descubrí un nuevo espectro de roído. Era como abrir un horno en llamas, pero en lugar de una onda de calor, fui recibido por oleadas de orina, sudor, mierda y putrefacción. Olía tan mal que retrocedí y tuve que retener el vómito que imploraba ser expulsado de mi cuerpo. No estoy avergonzado de admitir que huí por la puerta para tragar una bocanada de aire fresco, pero en el poco tiempo que había permanecido en el garaje, el olor se había impregnado tan prominentemente en el tejido de mi ropa, que se aferró a mí como una sombra.
Nada de lo que intenté pudo mantener el olor lejos de mis fosas nasales. Ni siquiera los aromatizadores, una máscara o las tres duchas que tomé y el cambio de ropa. Cada segundo que esa caja permanecía abierta en mi garaje era otro segundo en el que al olor se le concedía residencia en mi hogar. Tenía que afrontarlo.
Regresé al garaje. La parte superior de la caja, aún abierta, me invitaba a ver. Me había preparado con una pinza que sellaba mi nariz, una bolsa de basura en una mano y el desinfectante más fuerte que pude encontrar en la otra. Además de guantes de goma largos para evitar que mi piel tocase lo que estaba dentro. Pero resultó que no necesité ninguna de esas cosas.
No tuve que tocar o limpiar el contenido de la caja, solo tuve que sufrir las pesadillas cada noche. Verás, sí había carne en esa caja, pero no provino de una vaca o un cerdo. No, era mucho peor que eso. Era mi vecino. Muerto. Aún en una pieza, pero muerto.
Llamé a la policía, y, naturalmente, me llevaron para ser interrogado. Después de todo, es un tanto difícil no sospechar de la persona que tiene un cadáver en su garaje. Afortunadamente, se dieron cuenta pronto de que no estaba involucrado. Mi ADN pudo haber estado por todos lados, el olor pudo haber dejado una marca a lo largo de mi casa, pero había una parte irrefutable de la evidencia que probó mi inocencia: la cámara que mi vecino utiliza para grabar el material de su canal.
Me mostraron la grabación una sola vez. No estoy seguro de si tenían el permiso para hacerlo, o de si se sentían tan mal que supusieron que no haría daño. De cualquier forma, lo vi.
Mi vecino estaba sentado en la caja afuera de la empresa de envíos, riéndose en tanto le decía al mundo cómo se iba a transportar por las líneas estatales a través del correo. Había llevado botellas para orinar, comida, una almohada y unas cuantas linternas. Su amigo —un tipo que yo había visto en su casa muchas veces y que le ayudaba con sus artimañas— cerró la tapa y solicitó el envío. A lo largo de las próximas horas... o días —a decir verdad, no estoy seguro—, mi vecino grabó unos cuantos videos sobre su progreso. «Creo que ahora estoy en un camión, puedo sentirlo moverse», «Debo estar en un almacén. Es muy cálido acá. ¡Aún tengo suficiente comida!»... Ese tipo de cosas. Y luego, en la última grabación, la caja se sacudió. Él se quebró su cuello, y eso fue todo. La cámara siguió grabando hasta que la memoria se llenó o la batería murió. Pero hay algo sobre esto que no le dije a la policía luego de que me mostraron el video. Una cosa que escuché en la grabación y que me ha acechado consistentemente desde entonces. Justo después de la sacudida que le rompió el cuello, pude escuchar el sonido familiar de la chirriante puerta de mi garaje.

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