TRES

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Piers le había dicho que la recogería a las siete. A las siete y ocho minutos, ella empezó a impa­cientarse. Evidentemente, no se moría por volver a verla.

Cuando unos segundos después ella vio un Jaguar de dos puertas a la puerta de su casa, y lo vio salir de él, fue a su encuentro. No quería demostrar que estaba ansiosa por salir con él. No quería que él se cansara pronto de ella.

—¡Estás lista! —fueron las primeras palabras de él.

Al verlo se le hizo un nudo en la garganta. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, un smoking negro, una ca­misa blanca, y una pajarita negra contrastando. Y como siempre, una mirada picara y burlona. El pelo, sin em­bargo, dejaba algún mechón que se negaba a seguir la disciplina del peinado. Y ella, ridículamente, estiró la mano para ponerlos en su lugar.

—¿No esperabas que estuviera lista? —dijo ella estre­mecida cuando él le tomó la mano suavemente.

—Siempre les doy a las mujeres un poco más de tiempo. Siempre lo necesitan.

¡Una buena opinión de las mujeres!

—Yo no. No me gustaría llegar tarde a la ópera y per­derme el primer acto —dijo ella, separando su mano de la de él.

—O sea, que sólo te preocupa no perderte la representación. ¿No te importa perderte el acto social que hay antes o después?

—¿Es eso lo que tú echarías en falta? —dijo ella, decepcionada.

¿Era igual a Andrew entonces?

—Estamos hablando de ti, Tess, no de mí —y le abrió la puerta—. Me alegro de que no te hayas vestido de forma recargada. Algunas mujeres exageran con la ropa en las galas de la ópera.

¡Ésas serían las mujeres con las que salía él!

—Me alegro de que apruebes mi vestimenta.

—Más que aprobar. ¡Estás deslumbrante! Pocas mu­jeres se dan cuenta de que la simplicidad y la elegancia no se riñen. Generalmente, van cargadas de cadenas de oro, joyas y todo lo que puedan ponerse...

Tess sonrió. Era un alivio que le gustase cómo se había arreglado. Había intentado ponerse alguna joya. Pero finalmente las había rechazado porque le parecían baratas y ostentosas. O al menos, pensó que eso le pa­recerían a él. Entonces, había optado por un camafeo que su madre le había regalado cuando se había gra­duado, y unos pendientes a juego.

—Hace mucho calor en esta época para que te car­gues con joyas —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Esto es Sydney, no es París o Milán.

—Tú brillas sin necesidad de ponerte oro, Tess. Tu pelo es como un adorno natural, más que una corona de brillantes, un marco perfecto para una cara perfecta. Y con tu estatura, y esas piernas... —silbó expresando admiración—. ¡No necesitas nada más!

No podía creer que le hiciera tantos cumplidos, pero de todos modos la halagaba.

—¡No me hagas tantos cumplidos, Piers, que me los voy a creer!

—No me parece mal que te los creas.

¿Creía que tenía que decirle esas cosas? ¿Y por qué causaban ese efecto en ella? ¿Sería porque le confir­maban que su objetivo de atraerlo estaba cumplido?

—No significa que las joyas adecuadas no te pudie­ran quedar bien. Un collar sencillo de diamantes con ese vestido... ¡Tendrías a todos a tus pies! —él tenía puesta su atención en el tráfico, pero se volvió para mi­rarla un segundo.

Ella respiró hondo. Le parecía que él quería averiguar si ella apreciaba las joyas de verdad. Diamantes. Segu­ramente, él sabía que ella no podía permitirse esos lujos. Le iba bien en su profesión. Pero no tan bien. Le había costado mucho tener su consultorio particular en pleno rendimiento, algo que jamás podría haber conseguido sin la ayuda de su desconocido benefactor, su padre.

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