SIETE

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—¿Qué ocurre, Tess? —gritó Piers entre el ruido del motor—. ¿No has montado nunca en un helicóp­tero? Estás muy tensa.

Tess se sobresaltó al sentir el contacto de la mano de Piers sobre la suya; y tomó consciencia de lo afe­rrada que estaba al asiento.

—No, nunca he estado en un helicóptero —no era el vuelo lo que la ponía tan nerviosa. Era la idea de cono­cer a Julius Branson.

—¿Qué te parecen las vistas? —preguntó Piers.

—¡Oh! ¡Fantásticas! —en ese momento se dio cuenta de que, a pesar de que estaba mirando, no había repa­rado en toda la belleza el paisaje de la costa de Que—ensland. Los colores diferentes del agua eran increí­bles: verde ópalo, turquesa, cobalto de distintos tonos hasta convertirse en un color marino suave. Podían dis­tinguirse los corales en el fondo.

—No estamos muy lejos. ¿Ves esa franja de tierra que se ve allí? Es Akama, nuestra isla.

Tess se volvió a poner tensa; y fijó los ojos en la man­cha oscura que se divisaba, y que se iba haciendo cada vez más grande a medida que se iban acercando. Incluso distinguía las palmeras en la playa de arena blanca.

—¿Le has dicho algo a tus padres sobre mí? —pre­guntó, ansiosa—. ¿Saben cómo me llamo y todo?

—¿Tu nombre? ¿Por qué? ¿Qué sentido tenía?

—Yo... Es que no me gustaría llegar sin que les ha­yas avisado...

—¡Ah! —sonrió él—. Quédate tranquila, Tess. Le he contado todo a Dee sobre ti. Y ella estaba más preocu­pada por cómo pudieras sentirte tú en la casa que por ninguna otra cosa. Por mi tía y mi padre...

—¡Oh, sí! —Tess se había olvidado de su tía, enferma terminal, y se sintió un poco culpable por no haber pre­guntado por ella—. ¿Cómo está tu tía?

—La pobre está muy débil. Pero ella no se queja. Es una mujer muy dulce y valiente. Tiene una enfermera permanente, pero mi madre está haciendo todo lo que está a su alcance para que sus últimos días los pase lo mejor posible. Aunque sólo le queden semanas, o días de vida. Quiere que se sienta cómoda al menos.

—Tu madre parece una mujer maravillosa —dijo Tess con un nudo en la garganta.

La entristecía pensar que le estaba haciendo algo malo a esa mujer. ¿Qué derecho tenía a meterse en la vida de esa gente y acabar con su tranquilidad y su felicidad?

Ella no quería hacer eso. Y no lo haría. Ella sólo quería saber quién era su padre. Y que Julius Branson la reconociera al menos en privado como su hija. Para ella, sería más que suficiente con ello. Le daría la opor­tunidad de agradecerle lo que había hecho por su ma­dre y por ella, y le aseguraría que seguiría guardando el secreto si él lo quería así. Y se apartaría de la vida de Julius Branson.

Aunque eso significaría salir de la vida de Piers también, algo que le producía más pena de lo que hu­biera imaginado. Pero era inevitable que ocurriese, co­nociendo la fama de Piers con las mujeres.

Pero todo dependía de que tuviera la oportunidad de hablar con Julius Branson en privado. Si no, se confor­maría con haberlo conocido. Con haber visto su cara, oír su voz.

El helicóptero aterrizó en una pista especialmente ideada para ello, al borde del bosque, muy cerca del chalet de la familia, una casa típica del norte tropical, en lo alto, con toda una galería con balcones inmensos. En los alrededores de la mansión, un campo verde, al que daban sombra las palmeras, y al fondo, el paisaje de Whitsundays. Piers le dijo que tenían también un par de bungalows que destinaban a los invitados de la familia.

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