El inspector observaba la escena con asombro. Había un coche blanco estampado de frente contra un árbol y una furgoneta hundida en el arcén del carril contrario. Tres ciclistas, que habían sido testigos del accidente, juraban que el coche lo conducía un anciano que estaba hablando solo. Y ese era el muerto que faltaba.
Simplemente, el cadáver no estaba.
El golpe que había sufrido el vehículo era espantoso. Solo con verlo, uno imaginaba cómo podría estar quien lo ocupara en ese momento. La carretera secundaria que unía Caen con Anguerny, al oeste de Francia, era recta y lisa, bien asfaltada y con un impecable historial de seguridad. Había tres árboles en sus ocho kilómetros de extensión, y el más hermoso de ellos se había quebrado al sufrir el terrible golpe. Pero dentro del coche, entre los hierros y el desastre, el humo y el olor a quemado, no había nadie.
El inspector, secundado por dos gendarmes, miraba el montón de chatarra con frustración, mientras esperaba que la ambulancia atendiera al chófer de la furgoneta que iba en dirección contraria. Al final de la recta se adivinaban las luces del camión de los bomberos, que llegaba sin prisa ni sirenas.
Era dieciocho de junio de dos mil cinco, y los extensos maizales que bordeaban la carretera estaban altos y verdes, agitándose bajo la brisa suave del cercano Atlántico. Oculto entre ellos, a pocos metros del accidente, el viejo François Demachier, de rodillas, observaba su coche destrozado con expresión de asombro. Resultó que aquel extraño joven tenía razón: esa era la tarde en la que él debía de haber muerto.
—En fin, profesor. Ya veo que es usted de los que no confían en nadie. Llevo varios días intentando disuadirle de que condujera hoy por esta carretera. Pero está claro que la muerte es la cita más difícil a la que faltar.
El joven que hablaba a las espaldas del asustado Demachier era Michelle Petit, el individuo extraño que llevaba rondándole desde el miércoles. Había llegado con prisa a su casa ese día: un hombre en la treintena, delgado, alto y bien vestido. Le había dicho que era un abogado de París y que estaba buscando a un Françoise Demachier cuyos antepasados habían poseído tierras en Orleans.
Pero el viejo Demachier, ingeniero jubilado, profesor de la Universidad de El Havre, viudo y aficionado a la heráldica, era un hombre muy desconfiado. Su pequeño tamaño, su debilidad física y ese carácter irascible que le hizo tristemente impopular entre sus alumnos, le habían apartado por completo de la vida social en el ocaso de sus días, para consagrarlos al estudio de, precisamente, su árbol genealógico. Por eso, a pesar del aspecto de buena persona que tenía aquel desconocido, sospechó que le estaba engañando. Ya el día en que se presentó en su casa, el miércoles previo al accidente, le había dado con la puerta en las narices, pues él sabía que ninguno de sus antepasados, aunque hubieran vivido en Orleans, había poseído tierras. Su familia era de herreros, y él se había formado como ingeniero industrial precisamente para seguir con esa tradición.
Sin embargo, la mañana del jueves el hombre joven seguía en el jardín de su casa como si hubiera pasado allí la noche. Cuando Demachier se asomaba entre los visillos, él le sonreía con unos dientes blancos y perfectos, en pie tras la corta valla que separaba su jardín de la acera, y le saludaba como si ya lo conociera de toda la vida. Decidió ignorarlo, más por miedo a su juventud y desparpajo que por grosería, y dedicó el día entero al abrillantamiento de su valiosa colección de soldados de plomo. Por la noche, con las habitaciones a oscuras, espió con cautela a través de los cristales, pero ya no pudo verlo. En cualquier caso, prefirió no salir. Aunque tampoco lo hubiera hecho sin sentirse amenazado.
Pero el viernes fue el día más extraño. A las ocho de la mañana en punto, el joven, que llevaba la misma ropa que el primer día y parecía no haberse movido de allí en ningún momento, pegó el dedo al timbre hasta que terminó con la paciencia de Demachier. Con pijama y zapatillas, y la melenita gris que rodeaba su brillante calva despeinada, el anciano agarró el atizador de la chimenea y, sin pensarlo, abrió la puerta lleno de furia. La sonrisa luminosa de aquel hombre, sin embargo, lo desarmó por completo. Dejó de tocar el timbre en cuanto se vieron, y le tendió una tarjeta de visita que ya tenía preparada en su mano derecha.
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Desterrados del Tiempo
Science FictionEscondidos entre nosotros existen seres que evitan que el hombre se destruya a sí mismo. Se llaman los Agentes y proceden de La Ciudad, un lugar situado fuera del espacio y del tiempo. Los Agentes desconocen la razón de su existencia y los motivos...