Capítulo 14: Agujero de hambre

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Unos nudillos golpearon al otro lado

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Unos nudillos golpearon al otro lado.

—¿Ángel? —dudé.

Respondió con ruiditos de mono curioso, sonaba tan tierno como cómico.

—¿Eres tú? —dije, por jugar un poco.

Hizo un sonido simiesco que me sonó como una afirmación.

—¿Contraseña? —me burlé.

En vez de pedirme que lo dejara entrar, como hubiera hecho cualquier hombre adulto normal, el muy loco se puso a chillar de nuevo como un mono desquiciado, dándole mamporrazos a la puerta metálica.

—¿Qué haces, loco? —lo regañé, abriéndole, y no solo me ignoró, sino que entró al almacén golpeándose el pecho como un gorila de espalda plateada.

Los zombis aporreando la puerta provocaron que su competitividad se sobrepusiera a sus tonterías. Si queríamos ganar, teníamos que jugar en serio.

—Tenemos que encontrar las vacunas antes de que echen la puerta abajo —dijo, ya erguido, de repente adoptando una dignidad casi impostada.

—¿Pueden hacerlo? ¿Y cómo salimos?

—Hay una ventana que da al patio.

La ventana estaba sobre unas cajas estratégicamente colocadas.

—¿Y se puede salir por ahí?

—La han dejado abierta —me señaló—, imagino que sí.

Junto a las cajas de material deportivo había un montón de colchonetas azules amontonadas. También había un potro desmontable y hula-hops de colores. Por mucho que hubieran intentado ambientar el gimnasio para las pruebas, no dejaba de ser el almacén en el que se guardaba el material de educación física. No había muchos sitios en los que esconder unas barritas luminiscentes. Tras buscar entre balones medicinales, por fin las encontré debajo de una pila de conos.

—¡Tengo las dosis! —grité, metida de lleno en el papel.

—Eres la mejor —me felicitó Ángel con voz de besito en la frente, dejando de lado la caja de volantes de bádminton.

No tuvimos tiempo de regodearnos, los zombis seguían golpeando la puerta.

—Nos quedan cinco minutos —me recordó—. Ven.

—¿Pretendes que saltemos por la ventana?

—¿Y por dónde si no?

Por supuesto, no me dio la opción de presentar objeciones. Antes de que me diera cuenta, había trepado por las cajas y saltado al otro lado.

Bueno, por lo menos tenía que admitir que la escalera de cajas parecía estable. Una vez en lo alto, saqué una pierna por la ventana y me quedé sentada en el marco.

Igual para Ángel y para su actitud suicida esa altura no era gran cosa. Pero para mí dos metros se sentían como un precipicio mortal. Era lo suficiente patosa como para romperme una pierna si saltaba.

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