Capítulo 17: Ms. Hyde

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No me gusta cómo soy en el sexo

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No me gusta cómo soy en el sexo. Nunca he llegado a entender por qué me gusta que me den azotes, que me cojan del pelo, que me agarren del cuello y que me insulten. Una vez Héctor me dijo que tal vez era por los límites que solía imponerme mi madre: en el sexo los rompía. Todo el control que llevaba en mi día a día desaparecía ahí. Yo pensaba que era porque mi vida era aburrida. Cuando llevas una rutina sin sobresaltos, sin locuras, cuando vas a trabajar, llegas a casa y te pones a ver una serie, a hacer la cena y no hay nada memorable, entonces en el sexo necesitas cruzar fronteras, sentir emociones más intensas que te hagan saber que sigues viva. Me recordaba a cuando fui a PortAventura, que subí en el Hurakan Condor y la adrenalina corría por mi cuerpo de una forma en la que pocas veces lo había hecho. Subí muy alto, la impresión me cortó la respiración y luego caí, caí, caí. El miedo me quitó el aire de los pulmones y no pude ni gritar. Sabía que solo montándome de nuevo volvería a repetir esa sensación. Algo intenso, extremo, que volvía insulsos el resto de estímulos. En definitiva, me gustaba me follaran de formas humillantes. Me gustaba traspasar o que otros traspasaran mis límites.

También pensaba que tal vez fuera porque mi primer contacto con la sexualidad ocurrió cuando era muy pequeña. A los ocho años vi por primera vez porno en la tele. Me solía levantar todas las noches para ir al baño y una en particular no pude dormir, así que me fui al salón, me puse la tele muy bajito y encontré a un hombre y una mujer queriéndose mucho y haciendo cosas que yo no entendía. Repetí esto durante varias noches más, hasta que mi madre me pilló y me regañó diciéndome que no tenía que ver esas cosas. Más tarde fue con un niño con el que jugaba en el portal del edificio en el que vivía, quien parecía saber un poco del tema, porque empezamos a jugar a que mi Barbie y su Action Man hacían cosas de adultos. Después me enseñó su pito —porque no se le puede llamar de otro modo— y yo me quedé mirándolo, porque todavía no entendía el sexo tal y como lo hago ahora. Y a los doce se repitió cuando pillé a un par de chavales de clase viendo una revista porno. Empezamos a hojearla los tres y uno de ellos quiso volverme a enseñar su pito, pero se le quedó atascada la bragueta y se hizo daño. Yo salí corriendo, casi chillando y medio riendo. Pasó un año más hasta que me bajó la regla, a mi madre se le humedecieron los ojos porque decía que ya me había hecho mayor. Y entonces me tocó una charla rápida en la que me explicaba que tenía que usar condón para protegerme (se puso a cantar una versión de "ponte el cinturón, protege tu vida" a lo "ponte el condón, protege tu vida") por si no fuera ya de por sí bochornoso. Aunque recalcó que lo mejor era que no tuviera sexo en mucho tiempo porque era muy joven. Así que, con curiosidad, fui al baño donde decía que había dejado los condones por si alguna vez los necesitaba y, al ver el paquete, me percaté de que faltaba la mitad. Entonces me di cuenta de que mi madre era activa sexualmente con hombres que nunca me presentó.

En fin, después de eso lo único que hice fue ponerme a ver porno en Internet cuando mi madre no estaba en casa: follar, sexo duro, trío, fuck, hardsex, threesome, gangbang, blowjob... eran algunas de mis búsquedas. Aprendí más inglés así que en el instituto. Y con Ms. Hyde engendrándose, llegó el momento del parto: cuando tuve mi primera experiencia sexual. Fue con el nini de la moto. Le hice una paja y después una mamada, acabó muy rápido y lo hizo en mi cara. Me sentó súper mal, él se disculpó diciéndome que no había sido a propósito, pero no le creí. Y lo peor es que dentro de mí noté ese cosquilleo, ese cosquilleo que me indicaba que me había excitado. Supongo que ahí conecté el malestar con la excitación, o algo así. Luego me hizo un cunnilingus penoso. Y le contó a sus amigos que era una chupapollas. Ese día nació mi propio Ms. Hyde, mi reflejo en un oscuro charco. El caso es que por muchas explicaciones que quisiera darle, no encontraba una que me convenciera o me hiciera sentir mejor, ni siquiera yo misma lo tenía claro. Cuando volvía Jekyll, me sentía mal. Me preguntaba cómo me había humillado así. Me sentía enferma, como si mi cabeza no funcionara bien, tenía un engranaje deficiente que hacía que mi cuerpo se excitase con cosas que iban en contra de lo que pensaba. Quería encontrar un antídoto, una cura, una quimioterapia que me sacara este cáncer.

Había cometido un error con Ángel. Ni siquiera tenía la confianza suficiente para saber que no me juzgaría, para saber que no iría a casa de un amigo a decirle "mira, es una puta, me hizo una mamada hasta la garganta" o "pues no estuvo mal la mamada, pero me rozaba con los dientes" y después soltarían carcajadas y comentarios misóginos. La viciosa que trabaja en la sex-shop. Es lo que pasa, algunos hombres se creen que nos gusta que nos humillen y dominen en todos los aspectos de nuestra vida. Todo esto me hacía sentir que no le estaba haciendo ningún favor al feminismo, que en el fondo estaba fomentando algo malo.

¿Pero y qué hago? No puedo controlar qué es lo que me pone y lo que no.

Mientras le daba vueltas a todo eso me encogí y abracé la manta. El despertador empezó a sonar de nuevo. Agarré el móvil con brusquedad por la molesta alarma, eran las 9:40. Si no salía pronto de la cama, llegaría tarde al trabajo. No me apetecía en absoluto. ¿Y si Ángel se pasaba por allí? No sabía cómo iba a reaccionar. No me había escrito. Héctor tampoco me había respondido desde que le dije que habláramos. Estaba ofuscada con todo, así que le mandé un WhastApp.

Yo: Y cuándo pretendes que hablemos?

Me levanté con dificultad, arrastré los pies hasta la cocina, donde Guantes ya maullaba exigiendo comer. Se enredaba en mis piernas y por poco no me caí. Tras echarle un poco de pienso, me preparé un café con leche. Me lo quise beber con tanta rapidez que me abrasé la lengua. El día no empezaba bien.

Me daba una pereza tremenda arreglarme, pero hice el esfuerzo de maquillarme. Volví a mirar el móvil, tenía una notificación.

Héctor: Cuando estés dispuesta a hablar cara a cara

Yo: No pienso hablar contigo en persona

Yo: Lo que tengas que decir, dímelo por aquí

Héctor: Ya sabes lo que pasa cuando hablamos por aquí

Resoplé. Si no lo hacía en ese momento, no lo haría nunca. Probé a llamarle. La mano me temblaba ante la posibilidad de escuchar su voz. Un tono, dos, tres, cuatro. No me respondió. Volví a escribirle.

Yo: Increíble...

Héctor: No me hables si no es para acordar un lugar y hora para encontrarnos

Qué cabrón.

Yo: Eres un gilipollas

Héctor: No digas cosas de las que te puedas arrepentir

Lo decía porque nunca escatimaba en insultos para él cuando nos enfadábamos. Y sí, después siempre me arrepentía profundamente. Pero estaba convencida de que ya no sucedería más.

Héctor: Ya me avisarás cuando quieras hablar como una persona adulta

No le respondí, apagué la pantalla y cogí las llaves del coche. Ya llegaba tarde al trabajo.

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