Sólo buenas intenciones

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Elba Rojas Camus

Fue un viernes. El día se inició muy agitado. Afortunadamente, los pronósticos de la tarde indicaban un buen fin de semana. Ese día, Sara había llegado sofocada. Venía corriendo, atrasada.

―¡Lo siento, señora! ―le dijo a Diana―, es que... la movilización... y ¡los niños!... no sé que les pasaba, se quedaron llorando...

Rápidamente se puso el delantal; estaba lista para llevar a Juanito al colegio.

Salieron los tres juntos del antiguo edificio. Diana se adelantó. Caminaba apresurada y sus pensamientos iban a la par. Dejaba a su hijo en manos de esta joven mujer que también era madre. Le inspiraba confianza, aunque en algunos detalles era obstinada. No dudaba de que cuidaba a Juanito como a sus propios hijos. A pesar del retraso, Diana se había dado tiempo para las recomendaciones diarias, especialmente que la puerta de calle estuviera cerrada y con cadena. Cómo no lo iba a encargar, si aún no se reponía del temor y el recelo, por los robos e intentos de asalto en el vecindario. Reconociendo su aprensión, pensaba que había sido un poco exagerada al comprar un revólver.

Al mediodía, Sara fue al Kinder en busca de Juanito. Salió bastante sucio. Se lo entregaron las parvularias, que lo encontraban tierno e imaginativo. Era verdad. Él era muy bueno e inteligente para sus cinco años. Almorzaron juntos. Ella, sin cambiar sus costumbres, vio las teleseries. Hizo caso a los consejos de la señora. Pensó en lo de la puerta y la siesta del niño, la patrona era muy exigente. Pasadas las tres de la tarde, instaló al pequeño frente al televisor, para que estuviera quieto viendo los dibujos animados. Y antes de que a ambos les diera sueño, se apresuró con los menesteres de la casa. Mientras se afanaba, Sara pensaba cómo sería de feliz Juanito si jugara con sus hijos a una pichanga, al pillarse, a la escondida o a caballo en un palo. Volviendo a la realidad, se dijo que allí no había ni siquiera una escoba, sólo electrodomésticos. La pelota estaba guardada, porque podría quebrarse algo valioso.

Fue un día tranquilo. Había poco quehacer. Concluido su trabajo, la niñera se sentó junto a Juanito. Recorrió todos los canales sin encontrar ningún programa adecuado, atractivo o agradable de ver. El niño no se movía, abstraído, concentrado, esperando y mirando la pantalla. Ella retornó entonces al canal inicial. Allí los invasores venían desde las incendiadas galaxias con sus pistolas de rayos de alta energía, desintegrando máquinas y disolviendo a los humanos. Sara se conmovió y sintió lástima por esta vida de Juanito y, en vez de ponerlo a jugar con sus juguetes mecánicos o de control remoto, se decidió por una brillante idea que le vino de repente:

―Juanito, juguemos los dos; ¡tú eres el SuperBoy! ―le dijo―, y yo soy Jack, El Malo, el que huye de los guardianes de la galaxia.

―¡Ya, Sara! ―exclamó―. ¡Yo soy el SuperBoy! ―el niño saltó feliz, con los ojos brillantes. Y empezó el juego.

Entre risas, gritos, llamados, tropezones y golpes en las puertas, carreras y caídas de sillas, se perseguían alborozados. Juanito, cada vez más entusiasmado, encarnaba mejor al personaje, apareciendo y desapareciendo furtivamente.

Después, en medio del barullo, un silencio desafiante trajo la voz del pequeño, posesionado de su papel:

―¡Sara, aquí, Sara, mira! ¡Mira, Jack!


Diana salió más temprano de la oficina. Pasó a retirar unas entradas al cine para el domingo. Estaba en la fila, relajada y entretenida observando a unos pequeños que se revolcaban en el césped y en el barro; en contraste con otros, sentados muy quietos que miraban curiosos. Repentinamente, Diana se estremeció y, sobresaltada, sintió una imperiosa necesidad de estar en su hogar. No pasó a la boletería. Se fue apresurada.

Al llegar no pudo abrir. Tocó el timbre. Golpeó impaciente. Volvió a golpear; remeció la puerta. Intentó, calmadamente, sacar la doble llave, pero el cerrojo no cedió. Siguió golpeando y llamando, porque oía voces adentro. Nadie abrió. Ni los vecinos se asomaron. Desesperada, acudió a la comisaría cercana.

Unos policías, ayudados por los bomberos, se introdujeron en el departamento por una ventana abierta. Uno de ellos fue hacia la puerta de entrada. Allí, sobre un piso de madera, Juanito sacaba el cerrojo y luego entreabría la puerta, aún con la cadena. En se momento, Diana se encontró con la carita de su hijo, llena de entusiasmo y gritando:

―¡Mamá, mamá, los buenos siempre ganan!

Los otros habían pasado del living al dormitorio; en ese lugar un cuerpo de mujer tendido boca abajo yacía sobre una blanca alfombra, teñida ahora de un mudo color granate. Más allá; en el suelo, el revólver protector.

Antología de cuentos juvenilesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora