Mirando fotos del desván

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Roberto Eduardo Cabrera

LOS ABUELOS

Los abuelos eran dulceros. Hacían los alfajores de rubia piel, los merengues de espuma, los pastelillos nevados y las masas rellenas con chancaca; estas más morenas y sólidas, rociadas con polvillo de pan, que se alineaban en aguerridas huestes en el mesón de la cocina.

En este tablero que cubría un linóleo de cuadros blancos y azules, me figuraba que los abuelos jugaban su diaria partida de ajedrez; una batalla viva en que los moros rellenos eran los peones batalladores; los pastelillos, los caballos; los merengues, los castos alfiles; los alfajores, las reinas, altivas y delicadas con sus levantadas tocas de oro; y las torres, los fornidos queques circulares guarnecidos de pasas. Faltaba el rey, como se ve; pues este era un juego absurdo, una batalla soñada que no podía definirse. Con esto se ganaban el sustento.

El horno lo construyeron ellos mismos. Acaso pocos sepan cómo se construye un horno. Yo mismo coopere revolviendo el barro con la paja, y no recuerdo exactamente cómo, una vez levantada la base, fueron los abuelos curvando los panecillos de barro hasta que se formó la cúpula, que era como la torta madre de la cual saldrían las demás, o era quizá la colmena en la que bulliría el dorado enjambre de los pasteles.

El abuelo era flaco, de pelo ceniciento, de piel hundida.

Su misión era el fuego. Frente a la puerta del horno, sentado en una arpillera, las flacas piernas plegadas, parecía una fea langosta. Pero cuando el fuego ardía y hacia el atardecer, cercana la hora de apagarlo y extraer los tizones con un rastrillo, las llamas doraban su rostro con breves relampagueos, entonces parecía un viejo indio en cuclillas frente a la hoguera de sus ancestros.

La abuela hacía la masa, la batía, la extendía con el uslero, la cortaba y la disponía sobre las latas, vigilaba el almíbar, en mantequilla a los moldes. Era rolliza y de fuerte espíritu. Este era el trabajo diario, y en el anochecer era el sacar, despegar, limpiar y ordenarlo todo. Uno por uno crecían en su cimbreante andamio los pisos de la torta, y el pistoncillo del betún terminaba la obra, coronándola de fantasía. A veces se me confería a mí el honor de terminar tan delicada misión.

Luego, oscuro ya, la abuela salía a recorrer la clientela. Yo la acompañaba a veces con una caja o un canasto. Entrábamos a los almacenes de triste luz, en cuyas sucias vidrieras la golosina perdía gran parte de su atractivo. Volvíamos por la calle solitaria a paso lento, lleno su cuerpo de cansancio y mi mente de imágenes en que se disfrazaba la vida.

EL ESCULTOR DE LÁPIDAS

Cuando volvía de la loma, hacia el atardecer, cansado de jugar con mi solitario volantín, pasaba a veces al conventillo donde mi amigo, el escultor de lápidas, de hermoso pelo blanco, que me dejaba curiosear entre sus mármoles. Llegada la hora del té, el golpeteo de su cincel se detenía; su mujer nos servía entonces torrejas de salame, compartidas con cinco gatos, y yo hojeaba entre mis rodillas su carpeta de muestras, cuyas grandes hojas translúcidas estaban llenas con dibujos de alfabetos, viñetas, santos, lámparas votivas y ángeles.

Mi amigo esculpía mármoles para lápidas de difuntos y aquéllos destinados a iglesias, recordatorios y a las hornacinas de las animitas. Era entretenido verlo cincelar el mármol, trazar en él los finos surcos, las suaves curvas de las que surgirían como de maravilla los ángeles mortuorios.

También pintaba banderas.

¿Qué queda de este escultor, mi amigo de pelo blanco?, ¿de su mujer, sus gatos, su libro de dibujos mágicos?

Antología de cuentos juvenilesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora