Un uno en Religión

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Armando Aravena Arellano

Camila se levantó bruscamente de su escritorio, molesta por la forma en que a esa hora de la noche, alguien pulsaba tan insistentemente el botón del timbre de la casa. Como siempre, se asomó a la ventana del balcón para atisbar quién era tan inoportuna visita, pero pese a sus esfuerzos no logró descubrir su identidad. Los bruscos movimientos del visitante y el camuflaje cómplice de las ramas del arbusto, que desde el antejardín se prolongaban hacia la vereda, le provocaron una mezcla de suspenso y rabia que terminó por intimidarla. Miró su reloj: eran casi las dos de la madrugada. El resto de la familia, al parecer, dormía. Volvió a mirar hacia abajo...

―¡El Toño! ―exclamó, cuidando que el volumen de su voz tan sólo sirviera para informar a los que estaban dentro de la casa. Rauda, feliz y ansiosa saltó los escalones a fin de apurar el encuentro. Nerviosamente le quitó llave a la cerradura dé la reja y abrió sus brazos, sus ojos, sus labios y su corazón al recién llegado.

Al visitante le fue imposible dejar de ser amable, sin embargo, su sonrisa duró tan sólo un segundo. Respondió también el abrazo, pero a manera de excusa la levantó en vilo y la introdujo ligera, fuerte, pero sutilmente en el hogar.

―Me siguen «Milita»...

No había para qué decir más. El resto de los ocupantes de la casa, agolpados en la puerta de entrada, entendieron perfectamente; incluso los dos pequeños niños, que también habían bajado, presurosos.

Nadie quiso preguntar nada. Tan sólo las miradas fueron las que lo empezaron a recorrer auscultando el detalle de sus ropas sin recambio, el barro en sus zapatos y las ojeras en el rostro, que con la sombra del pelo sobre la frente intensificaban el dramatismo del miedo y la agitación que este provocaba.

―Salgo mañana para Oslo... pasará mucho tiempo antes de que pueda volver... quiero ver a la vieja...

La frase se fue perdiendo por el pasillo mientras avanzaba aún perturbado por el cansancio y la tensión de la jornada reciente.

Se detuvo ante la puerta de la pieza que al final del pasillo acababa de iluminarse con la luz rosada que la pantalla de género le imprimía a la lámpara del velador. Se ordenó el pelo con las manos pasándolas luego por su rostro (no alcanzó a pensar que aquello se llamaba «manito de gato»). Respiró profundamente y entró presuroso. Un enjambre de lanas, sábanas y chales que ya se habían incorporado en la cama, lo acogió con la brusca pasión y la infinita ternura propias de los ancianos. Toño, de rodillas ante el lecho, mantuvo apretada a su madre durante un tiempo incalculable, recorriendo sus vidas en común hasta donde su memoria se lo permitía. Tampoco hubo preguntas. Había tan sólo miradas y oídos y manos que se recorrían al unísono como en un espejo inexistente, arrugas, sienes, cabelleras, párpados y lágrimas.

―Madrecita...

―Hijito...

Había un compromiso intrínseco, profundo y sagrado nacido en un real pacto de sangre, para entender lo que ambas palabras habrían de significar en esos dos pares de labios. La escena se fue fundiendo cinematográficamente cuando el joven se puso de pie y comenzó a alejarse hacia la puerta estirando los brazos hasta donde le fue posible, para no despegar las manos de las de su madre.

―Espérame... ya vengo...

En el rostro de la anciana quedó impresa una sonrisa que se fue congelando lentamente como alguien que ha visto una aparición ansiosamente esperada, que le regocija el alma, pero que luego se esfuma.

Antología de cuentos juvenilesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora