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»𝑇𝑟𝑎𝑛𝑞𝑢𝑖𝑙𝑜, 𝑛𝑜 𝑑𝑒𝑏𝑒́𝑠 𝑝𝑟𝑒𝑜𝑐𝑢𝑝𝑎𝑟𝑡𝑒. 𝑆𝑜𝑦 𝑠𝑜𝑙𝑜 𝑢𝑛 𝑏𝑢𝑓𝑜́𝑛, 𝑑𝑖𝑣𝑒𝑟𝑡𝑖𝑟𝑡𝑒 𝑒𝑠 𝑚𝑖 𝑙𝑎𝑏𝑜𝑟«

𝔖ℯ𝓃𝓀𝒶

El halo de luz que provoca la luna llena es lo único que alumbra el sinuoso camino que nos dirige hacía nuestra próxima ciudad, el olor a tierra mojada me inunda las fosas nasales y me hace ligeramente más ameno el viaje. Cargo sobre mís hombros las pesadas cadenas que tiran de la jaula donde reposa plácidamente un tigre de bengala.
El animal podía llegar a ser muy feroz cuando estaba despierto, pero dormido, para mí suerte, es completamente inofensivo.
Sin embargo, eso no quita que tenga las manos rojas y con callos, la cabeza que me tamborilea fuertemente y la garganta seca y rasposa que me hace doler si intento hablar.

Demasiado inmerso en el dolor, me distraigo y termino tropezando con una raíz sobresaliente de un árbol. Caigo de cara al barro ensuciandome por completo, las risas de mis compañeros de circo hacen que mí rostro hierva de la vergüenza. Intento levantarme pero desafortunadamente estoy enredado entre las cadenas del tigre.
René, una muchachita joven de ojos y pelo castaño, se acerca con la intención de ayudarme. Pero es prioridad para ella no ensuciarse con la mugre que yo llevo encima y su cara de total asco me lo confirma. Al final su hermano menor, Omar, es quién la aparta y me ayuda a desenredar e incorporarme.

—Mira que eres torpe —burlándose de mí espectáculo Omar me palmea la espalda, sacudiéndo el barro de mí ropa en el proceso—. ¡Anda, camina! Se están yendo sin nosotros.

—Claro, tú eres veloz porque lo único que llevas son un montón de sogas y cuerdas —contesta mí ego herido, a lo que el castaño atina a darme un codazo, sacarme la lengua y acelerar el paso. Ignorándome por completo, obviamente ofendido.

Verle alejarse me baja el animo, estoy sumamente aburrido, llevabamos horas caminando, quería charlar con alguien ¡Necesitaba de algo que me distrajera del dolor de brazos! Además nunca quise sonar cruel, pero el cansancio y el agarrotamiento de mis músculos me hacía decir idioteces de las que luego me arrepentía.

Aunque pensándolo bien, eso lo hacía todo el tiempo.

Luego de unos minutos de andar refunfuñando sobre mí estúpida y gran bocota, decido admirar el paisaje que me rodea. Los verdes y frondosos arbustos, el olor a carbón quemado que proviene de la ciudad, las copas humedecidas de los árboles al costado del sendero que parecen ser la entrada a un siniestro bosque, el molesto cantar de algún pájaro, las lejanas luces que demuestran que estamos más cerca que hace algunas horas de nuestro destino pero más lejos de lo que me gustaría. El camino sinuoso de tierra, el cual muestra todas nuestras pisadas y las marcas de las jaulas, tiendas y todo aquello que acarreamos.
El sol naciente en la lejanía que me quema empieza a escocer y la luna escondiéndose lentamente es un escenario realmente agradable a la vista de cualquiera que no haya presenciado esto cientos de veces. El pasto mojado por el rocío matutino que se desliza entre mis pies descalzos y me provoca escozor en la nariz.

Esto es una mierda. ¿A quién carajo le importa el paisaje?

Prontamente me aburro de observar a mí alrededor, la vista es repetitiva, insípida, estoy harto de ver el mismo paisaje dos días seguidos. Me da rabia saber que tendré que satisfacer egos de personas con el bolsillo lleno y la cabeza hueca, lo único que quiero es encontrar un río para lavarme, comer y dormir. 

—¿Puedes caminar más rápido? Se supone que tenemos que llegar a la siguiente ciudad antes que salga por completo el sol —una voz gruesa y rasposa, completamente cansada, logra que deje de pensar en dormir y me doy cuenta que estaba tres metros por detrás del grupo.

Corazón itineranteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora