Todos los días eran lo mismo.

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- Señorita Harrison, ¿Podría dejar ese libro o se va de mi clase? – dijo la amargada tarántula o bueno, la “señorita” White, que no tenía nada de señorita porque ya va por los ochenta años al menos.

Emily estaba sentada junto a la ventana como todos los días en ese abstracto salón de clases; las cortinas eran de un blanco inmaculado al igual que el piso, los escritorios perfectamente alineados como era usual, estaban hechos de caoba, la pared estaba forrada con fotografías de algunos personajes históricos y como era infaltable, la roja manzana – que ya tenía algunas telarañas – de la señora White. Describir a la preparatoria a la que asistía Emily era muy simple, solo te debías imaginar a un enorme edificio hecho de ladrillos con algunos diseños barrocos en la entrada – ¿Por qué diseñarían una escuela al estilo barroco? – los casilleros en los pasillos no eran de metal, si no que eran de caoba como los escritorios, puertas, estantes y todos los demás mobiliarios del lugar, el comedor típico de un colegio privado, siempre había de todo, desde una simple hamburguesa con queso, la receta especial de la cocinera hasta los platillos más exóticos que una persona puede imaginar. En pocas palabras al Colegio Privado “Sgt. Connor M. VonRuerich” para gente adinerada y ocupada – en verdad se llamaba así –  se lo podía describir como la prisión de Alcatraz con un extraño estilo barroco y dirigido por una señora un poco extravagante – nótese el sarcasmo – que siempre quería llamar la atención.

En la vida de Emily, todos los días era lo mismo, levantarse por la mañana, ir a desayunar sola porque sus padres nunca estaban, excepto por esas dos horas en la que estaban juntos por la tarde, ir al colegio, – ¿o prisión diseñada por un artista obsesionado con el estilo colonial? – salir luego de seis horas, – lo único bueno de todos los días – ir a la biblioteca que queda a la vuelta de su casa a leer esos viejos y sucios libros que al menos le doblaban la edad, luego volver a las cinco de la tarde a casa porque si no, su madre se molestaba porque era tradición en la familia desde hace añares, contar que hicieron en el día y que harían mañana mientras estaban en la terraza contemplando el colorido atardecer y la hermosa vista del Big Ben y todo Londres. Pero un primero de Mayo, como casi todos los días Emily había llegado tarde, pero extrañamente su madre no se había molestado, ¿la razón? No lo sabía, aunque sospechó que su madre sabía el por qué de su “llegada tardía” como dice Edward Harrison, su padre. O tal vez porque tenían una “muy bonita visita”.

            Como todos los días, la casa de los Harrison – una enorme mansión, en la que todo estaba de sobra, las habitaciones sobraban, los lugares en la mesa siempre quedaban vacíos, el jardín siempre bien cuidado aunque pocas veces visitado por los dueños de casa, los innumerables autos de su padre, las mil y una joyas que tenía su madre en el tocador y la enorme habitación de Emily, que literalmente parecía una habitación de princesa, en el armario estaban sus amados vestidos, zapatos, bolsos y todo lo que una chica pueda querer; en el tocador estaban las joyas, no tan caras como las de su madre claro, pero eran hermosas y lo infaltable, su colección de maquillaje. – como decía, la casa de los Harrison siempre estaba de punta en blanco, ordenadísima y la cena estaba preparada tan puntualmente como siempre. Emily como siempre era la primera en hablar durante la “reunión”, explicó detalladamente todo lo que había pasado exceptuando una pequeña cosa, no, no era para nada pequeña, era lo mejor que le había pasado en toda la vida.

Cuando salía de la biblioteca – leyendo un libro de Sherlock Holmes y sin mirar su camino, claro– iba caminando por las escaleras, cuando por esas cosas del destino, cuando iba por el último escalón, pisó una patineta y no sabría decir si “patinó” en ella, pero si fue arriba de esta  hasta que cayó terminando sentada en el medio de la acera por donde pasan los automóviles, que para su suerte habían unos diez autos viniendo hacia ella, por fortuna reaccionó rápido, pero no del todo bien. Giró al costado de la acera y quedó sentada al lado de un puesto de periódicos, pero, había dejado el libro en la acera y una enorme Hummer negra le pasó encima, y el libro se destrozó por completo, el conductor tal vez no sintió nada, pero a ella se le partió el alma en mil pedazos.  Y entonces sucedió. Alguien la había tomado de la mano para levantarla, seguía en shock, ya que el libro era prestado de la biblioteca. No le había visto a la cara hasta que le chasqueó los dedos en el oído y al fin reaccionó.

I'm here bitches.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora