Un escalofrío recorre mi piel. Cesa el sonido del río y enmudece el viento, dejando en silencio el oscuro bosque. La tranquilidad me altera, porque ella es la tormenta que habita en la calma, y está justo detrás de mí.
Es real, es real. Tengo que convencerme de que no son alucinaciones, toda mi vida me ha perseguido. No soy epiléptico, no estoy loco. Sé perfectamente lo que veo, y no necesito girar la cabeza para saber que es ella y viene a por mí.
Llueven mariposas muertas, la Luna se disuelve en la oscuridad de la falsa noche, mi única salida es correr, y llegar antes que ella.
Siento como la hierba crece a mi paso, enredándose a mis piernas para hacerme caer. Justo antes de que me atrape, consigo saltar al río. Pero no es agua lo que fluye por el arroyo, sino un líquido mucho más espeso con sabor salado a hierro. Estoy literalmente nadando en la muerte, huyendo de algo mucho peor que la huesuda.
Ella ríe. Ríe porque es real, la estoy oyendo reírse a carcajadas. Es el sonido más perturbador que he escuchado, y lo más parecido a una marcha fúnebre en las tinieblas. Huelo su aliento.
Mi última oportunidad, todo o nada. Salto del río y me preparo para la mayor carrera de mi vida, me siento optimista por un segundo hasta que mi cabeza se golpea contra un árbol y caigo, vivo pero inconsciente, en sus garras.
Me despierto a la mañana siguiente rodeado de paredes blancas llenas de carteles con frases de motivación. Estoy en el hospital de urgencias, en la planta de salud mental. Podría considerar este sitio mi segunda casa.
La puerta está entreabierta, y vagamente puedo escuchar la conversación que mi tío mantiene con el psiquiatra:
—Doctor, no creo que sea bueno que siga yendo al bosque solo. ¡Casi se mata esta vez!
—Es difícil Luís, pero el chaval necesita su espacio, y encerrarlo en casa solo empeoraría sus visiones.
Nuevamente me tratan de loco sin haberme preguntado siquiera. No puedo moverme por el dolor, pero grito, muy fuerte, para llamar su atención. Mi psiquiatra se acerca con cara de pena. Y antes de que empiece con su discurso, digo tajantemente:
—Ella es real. No estoy loco, la vi.
—¿A quién viste, David?
—A mi madre, Doctor.
Sé que no me creyó, porque ni siquiera respondió. Se limitó a doblarme la medicación.
Pero os puedo asegurar que esa risa sigue atormentándome cada noche, hasta que me atreva a quitarme la vida, y reunirme con ella en el más allá.