//CAPÍTULO UNO//

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Érase una vez, en los Montes Perdidos, que se izaban en el seno del reino, lejos de cualquier brisa marina, un joven príncipe cayó en la ironía del lugar demasiado tarde y se encontró perdido en la espesura de los bosques. Niels era el hijo de su majestad el rey Ánatol, heredero de la corona del reino de Aho. Pero como cualquier príncipe del reino de Aho, y como era costumbre en aquellas tierras y tiempos lejanos, debía aventurarse en los Montes Perdidos y perderse. Y bien, regresar, maduro y con algunos dedos más de frente. Como decía su tío aún estaba verde, como los higos que no se pueden comer, como un rey que no puede gobernar.

Niels esperaba cumplir los 23 con frenéticas ansias, desesperado por cruzar los muros del castillo donde se consideraba preso. Preso con privilegios y lujos, pero preso. El gozo de desaparecer entre la maleza le provocaba un sobreesfuerzo a las comisuras de su boca y a la bomba de su corazón.

Las encinas se sucedían como columnas, creciendo irregulares entre los restos de sus hojas de varias puntas. El crujir de estas había sido substituido por el dulce aroma que resta tras la lluvia. Sus ropas de piel le protegían de las inclemencias de la meteorología de esos parajes, pero era ya su trabajo subsistir con un arco y un carcaj bien cargado, y el pan con queso que le duraría un par de días a lo sumo.

Niels comenzó a tantear el terreno con los ojos buscando un lugar para extender las mantas y conciliar el sueño.  Ya en el ocaso, el chico observó como los árboles desaparecían progresivamente, dando paso a una masa de agua que se extendía a sus pies. Era un lago. Negro como las fauces de los lobos de cuento, reflejando el sol poniente e invitándole a acurrucarse a su flanco.

Un tronco doblado y unos cuantos matorrales le daban la intimidad de la que no precisaba. Y así hizo, tras un día de situar un pie delante de otro, sorteando raíces y rocas, cayó rendido en los brazos de Morfeo. Con una sonrisa que se redujo un esbozo de lo que era.

El sol ya había iluminado la otra mitad de la Tierra y regresaba para hacerle achinar los ojos en la mañana. Se volvió sobre sí mismo, hacia el lago y levantó uno de los párpados para admirar la belleza del paisaje, pero las ramas espinosas vestidas de verde le vetaban la vista. Estiró los músculos, bostezó y se decidió a levantarse. De rodillas, asomó la cabeza sobre el matorral y observó las heladas aguas del lago. Y cerca de él en el agua, una figura emergía y se sumergía.

Niels, con su corazón trotando como un caballo que come demasiados terrones de azúcar, alargó la mano hacia su arco y agarró una flecha. Rozó las plumas que coronaban la punta desnuda del arma. Posicionó la flecha en su lugar, tensó la cuerda y apuntó a la persona. Esta parecía ignorar a Niels y se movía en el agua con gracia.

Niels se incorporó y avanzó rápidamente hacia aquella figura que resultaba ser un chico, que había dejado de chapotear como un niño en el mar. Inclinó la cabeza y frunció la nariz al descubrir a Niels. Este último no había bajado el arma de su posición, y seguía apuntándole.

— ¿Quién eres?— exigió el que tenía más probabilidades de salir ileso del encuentro.

Era guapo, teniendo en cuenta que guapo era un eufemismo. No voy a hablar de dioses griegos ni de hegemonía anatómica. Era muy guapo y estaba para untarle mantequilla en la topografía que eran sus abdominales.

— Aren, ¿y tú?— preguntó el chico con curiosidad y una sonrisa dibujada en el rostro.

— Las preguntas las hago yo. ¿Qué clase de nombre es ese?

— Pareces nervioso— Aren parecía preocupado, aunque le ignoraba.

Niels tragó saliva. El chico le observaba con atención y unos ojos de ceniza. Su cabello era un reflejo opaco del color de sus ojos, mas permanecía húmedo y no se podía deducir si se trataba de pelo rizado o liso.

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