Daniel:

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Dani temblaba como la hoja de un árbol mecido por el viento. El terror casi había detenido los latidos de su corazón y miraba a su madre con ojos espantados... Había recibido la peor noticia que un niño de ocho años puede recibir: sus padres se iban de vacaciones e iban a dejarlo a cargo de su bisabuela y su tía todo el verano. Tendría que dejar a sus amigos y postergar sus juegos para mudarse lejos, pero ese no era el problema, a lo sumo Dani se enojaría. No... El niño no quería volver a ese lugar por nada del mundo. La sola mención de tal posibilidad expresada el día anterior por su madre, y que ahora era un hecho, le había provocado pesadillas. El año anterior había estado allí y algo, que jamás olvidaría, pasó...

— ¡¿Por qué tengo que ir?! —se quejó, mientras revolvía el plato con leche y cereales. El hambre de repente había abandonado su pequeño organismo.

—Porque yo lo digo —le contestó su madre, con cierto fastidio. No lo miró a los ojos sino se hubiera dado cuenta de que algo no andaba bien, estaba concentrada en una larga lista que estaba confeccionando. Una taza de café negro posaba a su lado.

— ¿No puedo ir a casa de tía Antonia? —propuso, haciendo un pucherito.

— No. Antonia se va a Bariloche con ese grupo de personas de la iglesia —informó su madre, mientras tachaba por tercera vez una palabra de la lista. Salir de viaje era un arduo trabajo organizativo.

Dani suspiró ruidosamente y apartó su desayuno con brusquedad. La mujer regordeta lo miró.

— ¿Qué pasa, Dani, no quieres más? —Su madre lo observó atenta y no tardó mucho en descubrir el motivo. Había pensado que su hijo atravesaba un mal humor ese día pero había algo más—. ¿No quieres ir a casa de la bisabuela Ester?... Siempre te gustó ir. Verás a todos tus amigos.

Su madre lo miraba con el ceño fruncido, perpleja. Desde que había comenzado el verano su hijo no andaba bien, tenía un comportamiento extraño. Dani no respondió; se levantó, se encogió de hombros y salió de la casa... La mujer pensó que salía a jugar, sin embargo, no se dirigió a casa de sus más cercanos amigos, que vivían cruzando la calle, sino que arrastró sus pies por la vereda hasta llegar a la esquina. Allí había una pequeña plazoleta algo destruida por el mal uso y el eterno abandono. Se sentó en el único banco de madera que no estaba astillado y subió sus huesudos pies, abrazando sus rodillas. No pudo evitar que las lágrimas cayeran por su rostro.

Era cierto, pensó, siempre le había gustado ir a casa de la abuela Teté, como llamaba a su bisabuela. Ella y tía Rosana vivían juntas en una vieja casa, bastante alejada de la ciudad, ubicada en el medio del campo. Casi todos los veranos Dani iba a pasar unos quince días con ellas y lo recibían colmándolo de caricias y dulces. Allí también había hecho buenos amigos y no podía decir que se aburría. Siempre había considerado aquel viaje como parte obligada de sus vacacione de verano. Había sido feliz... hasta que ocurrió aquello, el año pasado... ¡No quería volver!

Nunca supo cuánto tiempo pasó sentado allí, contemplando la calle sin verla, con la imaginación puesta en viñedos y sauces lejanos.

— ¡Daniel, ven aquí! —El grito de su madre llegó con el viento.

El niño secó sus lágrimas y volvió a casa, despacio, pateando las piedras que se encontraban en su camino, sin ganas de hacer nada. No quería volver a casa de la abuela Teté nunca más en su vida, pero ¿cómo se lo decía a mamá?... ¡Tenía que hacerlo! Un sudor helado mojó su remera... ¡Tenía tanto miedo de decirlo, seguro haría preguntas!

Cuando, ya dentro de casa, la tuvo frente a sus ojos, abrió la boca para decir algo pero las palabras se atoraron en su garganta. Su madre, ignorante de sus más aterradores secretos, lo tomó del brazo y lo arrastró hasta su habitación, hablándole de lo sucio que estaba su cuarto. Quería que le ayudara a empacar sus cosas y que ordenara sus juguetes.

El viejo de la bicicletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora