Un cuento de terror:

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La noche cayó con rapidez, la casa fue cerrada y Dani se refugió en brazos de la abuela Teté. Tenía miedo de las sombras que nacían del patio, de que algo, amparado por la oscuridad, se lo llevara lejos donde no vería más a sus seres queridos. Ésta anciana astuta se dio cuenta de que algo no andaba bien con el niño. Desde que había llegado a su casa no había pronunciado más de diez palabras, parecía nervioso y asustadizo, algo muy extraño en una criatura llena de energía.

— ¿Estás bien, Dani?

—Sí —respondió sin convicción.

— ¿Ocurrió algo? ¿A qué le temes? —insistió la anciana, endulzando la voz como sólo ella sabía hacer.

El niño la miró con los ojos agrandados de la sorpresa, debatiéndose entre poner al descubierto su secreto o no, pero... ¿qué ganaría hablando? Pensó. Abuela Teté no le creería, nadie le creería. Miró sus uñas sucias como si eso fuera de gran importancia.

— ¡No le temerás a la oscuridad, grandulón! —rió tía Rosana rompiendo la armonía, y agregó—: Ven aquí, ya está la cena.

Agradeció la excusa para apartarse de la abuela Teté, nunca podía ocultarle sus secretos y eso lo incomodaba siempre. Se sentó frente a un buen plato de carbonada, hecho con el más profundo amor por lo que estaba deliciosa. Comió con gusto y tranquilo. Rosana le habló todo el tiempo hasta que acabó por completo el plato, algo en lo que ella siempre insistía que debía hacer.

— ¿Listo? Buen chico... Ahora vete a lavar los dientes que ya es hora de dormir —le ordenó Rosana, revolviendo su cabello con su regordeta mano.

Dani no protestó, se levantó y se dirigió hacia la puerta.

— Por todos los cielos, Rosana, deja al niño en paz. Después vuelve para que te cuente un cuento —dijo la anciana con una sonrisa.

Dani tuvo un escalofrío que fue bastante visible...

— No. Tengo mucho sueño —dijo en un hilo de voz, casi inaudible, mientras su mano aferraba la manija de la puerta.

En el lugar se hizo el silencio, las dos mujeres, totalmente sorprendidas, intercambiaron una mirada. Era la primera vez que el pequeño no deseaba un cuento de su abuela antes de dormir.

Bueno, se dijo Rosana, estaba creciendo y ya no era tan pequeño como antaño. Parecía que al fin había dejado atrás la edad de los cuentos infantiles. La anciana, sin embargo, no compartió su pensamiento. Algo pasaba con su bisnieto, algo que le aterrorizaba, se puso inquieta. Recordó la ausencia de la pequeña Emilia Parra el año anterior...

Dani cerró la puerta del comedor tras él y se quedó con la vista fija en la semioscuridad del patio. Cuatro columnas lo rodeaban, junto con una jungla de plantas colgantes y una enredadera. Jaulas vacías de pájaros aún estaban decorando parte de él, abandonadas por los canarios que tía Rosana liberó por pura lástima y que seguramente fueron a morir en las garras de alguno de los gatos que habitaban la casona.

Las sombras se esparcían por doquier formando imágenes fantásticas que a Dani le parecieron grotescos monstruos. Daban la ilusión de estar vivos. Dio unos pasos temblando entero, temiendo que alguno de esos monstruos lo atacara cuando pasara a su lado. Y al avanzar un poco le pareció ver cómo una pequeña sombra se deslizaba al otro lado del patio.

En pánico corrió, sin mirar a los costados, chocó contra la puerta de su habitación, la abrió y entró. Su corazón latía a un ritmo acelerado y el sudor perlaba su frente. Con una mano temblorosa prendió la luz. En su cuarto no había ningún monstruo, como imaginó, y pudo ponerse el pijama tranquilo. Antes de ir a la cama, sin embargo, cerró la puerta con llave, algo que nunca había hecho.

El viejo de la bicicletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora