Mundo Onírico 1: Regreso del mundo del olvido

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Voces, murmullos, oleadas de gente moviéndose de un lado a otro en sus quehaceres, todo transcurría alrededor de Ludwig. Se encontraba en el asiento trasero del coche de sus padres hacia un destino que desconocía; nada era de especial interés, absolutamente nada, ningún rostro en el que fijarse ni ninguna calle digna de ser recordada. Los colores, en caso de estar, tampoco eran necesarios, los hechos podrían transcurrir en blanco y negro y no sería consciente de ello. Su mente no pensaba en nada, él simplemente aceptaba todo lo que observaba y lo olvidaba a los pocos segundos.

Sin previo aviso su padre, que llevaba el volante del coche en su poder, alzó la voz para comunicar con exaltación a su acompañante, la madre de Ludwig, posibles discursos para poder felicitar a su hermana por su cumpleaños. Bastó que Ludwig escuchase un timbre de voz más viva que la monotonía presente para que prestase un mínimo de atención. Sin embargo al poco tiempo volvió a caer en su ensimismamiento. Su padre habló y habló, las palabras salían como si un funcionario sobre una máquina de escribir construyese al instante cada fragmento. Llegado el momento la madre le respondía con algún conjunto de palabras que Ludwig no era capaz de escuchar. Durante la estancia en el coche solo hubo una cosa más que despertó su curiosidad, la discusión que empezaron sus padres. Odiaba ese tipo de situaciones, era consciente de que a veces sus padres tenían que acabar discutiendo por las mayores trivialidades que se pudieran concebir. No había nada que pudiera hacer ante tal circunstancia, pasaban porque tenían que pasar. Al final siempre acababa volviendo todo a la normalidad, pero igualmente él no soportaba que tuvieran que pasar tales hechos en la naturaleza de sus progenitores.

La realidad siguió su curso y ante los ojos de Ludwig apareció una habitación que le resultaba muy familiar. Se encontraba en la habitación de sus padres, ayudando a su madre a doblar unas enormes sabanas como tantas veces había hecho ya en otras ocasiones. De repente, de forma asombrosa contra toda expectativa, apareció una gata sentada sobre la cama de matrimonio, observándole fijamente con una mirada azul especial que solo los felinos saben hacer. Su madre al poco tiempo abandonó la sala, pero la gata seguía en el mismo sitio con una inmovilidad que resplandecía vida.

«¡Leia! ¡Estás viva!» pensó al ver que era incapaz de formularlo con palabras de su boca. Leia fue su gata cuando él tenía doce años. Formó parte de su familia durante tres años, haciéndole compañía en todo momento. A veces era solo para compartir el silencio, pero resultaba que ese silencio tenía la misteriosa cualidad de hacer que se establezca conexión entre ambos corazones. Todos los días, en las madrugadas, tras una tormenta de dudas existenciales sobre si debería levantarse de la cama, los pequeños roces de su gata al otro lado de la puerta bastaban para darle fuerzas de ponerse en pie con vitalidad. Eran ese tipo de nimiedades las que hacían que Leia fuera tan importante para Ludwig. Pero un día, mientras él se encontraba disfrutando de un viaje con su familia, Leia desapareció de la casa en que se encontraba temporalmente acogida. Los rumores decían que saltó por la ventana tras asustarse de algún ruido potente y que no volvió a aparecer. Lo único que sabía Ludwig con seguridad es que trató de buscarla sin éxito, y tras ello decidió simplemente dejar de pensar en todo lo relacionado con el caso... ¡Pero de repente se la encuentra en la habitación de sus padres! ¡En un día tan cotidiano y gris! ¡Y qué demonios, su madre ni se inmutó de que Leia se encontrase allí y les dejó solos! Así tenía que ser, era solo él quien tenía que hacer frente a la situación tanto física como emocionalmente.

Ludwig ya no fue capaz de formular más pensamientos, solo podía presenciarla con admiración. Se agachó para poder observarla mejor, y Leia, con elegancia mística, se levantó y se le acercó con pasos gráciles. Los dos se miraron fijamente y, como muestra de cariño, Leia rozó su delicado hocico sobre su nariz. Un tintineo, un cosquilleo bastó para que a Ludwig se le saltasen las lágrimas. Ese contacto tuvo una potencia abismal, fue una sensación que despertó una impotencia escondida ante la perdida de Leia ¡Cuán cruel y despiadada puede ser la vida! Escuchó muchas veces que el tiempo lo cura todo, pero le bastó con volver a encontrarse con su querida gata para saber que eso no era verdad. No es el tiempo, sino la sinceridad ante las emociones que le sucumben, el dolor de la perdida se soluciona ante el recuerdo consciente. Él sabía que los reencuentros seguirían repitiéndose en otros sueños, son una parte de él con los que tendrá que vivir el resto de sus días... y aceptará con orgullo esa forma de honrar su memoria.

Los Mundos Oníricos de Ludwig #Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora