Capítulo 1.

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Nunca pensé que asistiría a mi propio funeral. Pero como dicen, las cosas cambias, y quizás, esa fuera solo una de las miles de cosas que cambiaron.

Era un día gris: las nubes tapaban el cielo, y la humedad propia del verano se te pegaba como una segunda piel. Allí, en la puerta de la iglesia, había bastante gente. Es curioso como cuando mueres a todo el mundo le importas, y, aunque en vida no te dirigieran la palabra más que un par de veces, luego te querían con fervor.

Entre vestidos negros y lágrimas fingidas, me abrí paso, con Nate a mi lado. En primera fila, mis padres. Cuando entré, mi madre se giró y me miró con cara de pena. Para ella, seguía ahí, pero para mi padre, era diferente. Y es difícil ver cómo las personas a las que quieres sufren.

            Siempre he dicho que no quería una misa cuando muriera, pues iba a ir al infierno de todas formas. Pero bueno, al parecer, me equivocaba (y además, también tenía misa).

            La visión de todas aquellas personas sufriendo por mí me desconcertó. Seguía ahí, tan clara como el agua. Pero no podían verme. Ni siquiera Alice, mi mejor amiga, podía sentir mi presencia. La vi en una de las últimas filas, llorando en el hombro de Daniel. Le dirigí mi mejor sonrisa de empatía y me senté a su lado.

            —No tenemos por qué quedarnos, si no quieres — me susurró Nate al oído —. Al fin y al cabo, es tu funeral. Nadie te echará en falta.

            Negué con la cabeza y le cogí la mano. Tenía que estar allí. Tenía que ver cómo me metían en una caja de madera, me enterraban y todo el mundo lloraba por mí. Si no, nunca podría dejar aquella vida atrás. Y lo peor era que no me quedaba otra alternativa.

                La ceremonia no tardó en terminar, y la gente se levantó, para ir al cementerio. No vi cómo metían mi ataúd en el coche fúnebre, pues estaba demasiada ocupada tocándole la espada a Alice, de forma cariñosa. Aunque no sirviera de nada.

            Nate, Daniel, Alice y yo, montamos en el coche. Yo me senté en el sitio del copiloto, mientras que Nate conducía y los demás se quedaban atrás.

            Cuando arrancamos, Alice susurró algo.

            —Es difícil saber que estás aquí — dijo, mirando a mi asiento —, y no poder verte. Sé que estás viva, de una forma extraña y sin sentido. Pero no puedo hablarte. No puedo decirte nada sin que intervenga Nate o Daniel. No puedo abrazarte. Es como si estuvieras muerta de verdad — se secó una lágrima con la palma de la mano —. Como si de verdad fuéramos a enterrarte para siempre hoy.

            Daniel me miró. Él también tenía los ojos llorosos. O quizás fuera que los tenía yo, y lo veía todo un poco distorsionado. No sé. La cuestión, es que no me gustaba aquello. Pero no valía la pena gastar el tiempo con palabras de consuelo: Alice tenía razón. Para ella, estaba muerta del todo.

            Así que me volví y miré al frente.

            —A pesar de que hayas muerto, tu vida no acaba de empezar — dijo Nate, sin apartar la vista del volante —. No lo olvides.

            Me había dicho aquella frase todos los días desde que me convertí en sombra. No sabía si lo hacía para consolarme, o para recordarme que me quedaba una larga eternidad de agonía y frustración.

            Solté un suspiro.

            En algún momento, llegamos al cementerio. Alice ya no lloraba, y me buscaba desesperada con la mirada. Hay algo que yo también pensé en hacer, pero al parecer no era eficaz. No sé si me explico.

Sombras II: Renacer.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora