Eternidad: duración que no tiene principio ni fin.
Cuando algo nos está entreteniendo y nos gusta, el tiempo pasa muy rápido.
Cuando algo pasa lentamente y no es de nuestro agrado, el tiempo pasa muy despacio.
Cuando hemos dejado atrás la infancia, siempre tenemos esa añoranza a repetir todos los momentos buenos que hemos pasado en ella. Pero ya sabemos que siempre que hay momentos buenos, inevitablemente, tiene que haber momentos malos.
Esa misma noche, cuando mi padre soltó enfurecido a donde tenía que ir Alejandro por voluntad propia, mi casa se volvió más oscura de lo que se estaba volviendo.
Mi madre, Laura Martínez. Esa madre que tenía una sonrisa deslumbrante y una piel decorosa. La que siempre animaba todas las comidas familiares con sus peculiares anécdotas y sus refranes, se convirtió esa noche de verano de 1990 en otra persona para mí.
Se encerró con mí padre en el dormitorio de matrimonio.
Pusieron el pestillo.
Comenzaron los gritos.
Los golpes secos a la pared y a la puerta.
Los sollozos de mi madre.
Seguro que mi padre estaba haciendo sus aspavientos característicos.Hubo un silencio penetrante.
El pestillo se abrió. Mis padres salieron.
Mi padre encendió un cigarrillo en el salón y se sentó en un sillón.
Mi madre fue al baño y cerró la puerta. Estuvo 10 minutos lamentándose y hablando sola.
Decía unas barbaridades que no eran propias de ella.No quería seguir escuchando, no podía seguir escuchando.
Como decía anteriormente, esa noche,
deje de ser un niño.Quiero volver al pasado, ojalá hubiese podido en ese momento parar el tiempo y retroceder. Sobre este pensamiento de adulto, lo tendré que dejar un tiempo aparcado. Os aseguro que tendré que hablar del tiempo en otro momento.
La sonrisa de mi madre no apareció esa noche, desapareció.
Lo que también desapareció esa noche calurosa de julio, fue mi niñez, deje de ser un niño a la temprana edad de 10 años.
Nada es eterno.