IV. 2/2

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El sol escupía un brillo radiante sobre las flores aun cubiertas de escarcha que decoraban el camino a su trabajo. Solía sentarse unos minutos en aquél frío banco desgastado por la inmarcesible caricia del tiempo y posar la mirada entre las exuberantes copas de los árboles, donde adquirió el hábito de recrearse en su ensoñación.

Imaginaba muy a menudo que, todas las vendas que llevaba en el corazón, en realidad: no le hacían falta, pues nunca le habría dolido. Le gustaba embriagarse de esa sensación tan irreal, pura e inocente que esa válvula que había creado per se habría sido su salvación, su escape a la paradoja constante de un mundo sumamente egoísta envuelto en intereses ocultos.

Su situación no era del todo desfavorable; tenía un trabajo, que ya era algo, después de todo.

Muchas veces limitaba su enajenación a pensamientos que, para la gran mayoría, serían irrelevantes e incluso incoherentes. Tenía claro que, pese a todo lo que arrastraba (aun sin saber exactamente por qué lo seguía arrastrando en lugar de liberarse) no era capaz de llegar a algo más, por mucho que consiguiese pequeños logros, como el trabajo, la idea de al fin prosperar parecía no tener espacio en su cabeza.

Así que allí se gustaba. Entre las copas de los árboles, soberanas desde las alturas, lo suficientemente fuertes para resistir el duro castigo del invierno y la crueldad que brindaban algunas tormentas; envidiaba su tenacidad, le hacía libre. Algo tan secular y trivial le hacía libre.

Le gustaba conformarse con esas pequeñas cosas (a las que antes pasaba totalmente por alto) desde hacía algún tiempo.

El sol escupía un brillo radiante sobre las flores aun cubiertas de escarcha, sobre la cada vez menos verde urbe, sobre su ensueño.

Había notado como su respiro terminaba y, esa era la señal que le abducía de vuelta a la monotonía que ahora practicaba y que, en el fondo, no le desagradaba del todo.

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