Pero los ángeles no existen. Lo supe enseguida.
Aún bajo aquella sensación de confortable abatimiento que se apoderaba de mí, la inquietud se abrió paso en mi interior. Sabía que la piel inmaculada de Lady Arlington, abundantemente expuesta, o su cabello dorado que caía suelto sobre sus hombros, eran el mayor insulto y que solo el diablo podía guiarlo.
Como prueba, estuvo la actitud que tomó al hablar.
—Señor Wight, ¿cierto?
—¿Lady Arlington? —preguntó a su vez el joven Wight, aún turbado.
—¡Oh! Ella es su encantadora hermana, imagino.
Aunque me hubiese gustado molestarme con la mujer por tal suposición, no pude más que sonrojarme mientras veía las finas hebras de su pelo bailar al compás de sus movimientos. No obstante, reuniendo todo el pudor que tenía —y que sin duda a ella le faltaba—, logré articular dos oraciones sin blasfemias.
—Mi nombre es Sophie Russel, Lady Arlington. Como ve, el joven Wight y yo nada tenemos de parentesco.
Ella levantó una ceja indignada, como si mi grosería fuera mayor que la suya, y asintió mientras su sonrisa evanescía.
—Ya lo veo —dijo, pasando su mirada altiva sobre mí.
—La señorita Russel es ahijada de mi madre, Lady Arlington —intervino el joven Wight.
—¿Su ahijada?
—Así es —mencioné aún molesta y sin mucho juicio—. Mis padres murieron hace cinco años; desde entonces la señora Wight ha velado por mí.
—Ya lo veo—repitió.
Ese fue el único momento que Lady Arlington se molestó en dirigirme durante la velada.
A partir de entonces, toda su atención se quedó en el joven Wight; éste, cabe añadir, me parecía que no hacía más que musitar monosílabos para complacer a la mujer.
Ella nos guio hacia otras áreas de la mansión donde también se desarrollaba parte de la fiesta y que tenía trastos de aspecto menos elegante, pero mucho más ostentoso.
Y así fue por casi dos horas —a menos que lo que veía no fueran relojes, sino algún otro invento disparatado—, hasta que el mayordomo de Lady Arlington se acercó a mí con un humor detestable y alterado.
—¿Usted viene con la señora Wight? —preguntó en un gruñido.
—Así es, pero...
—Venga conmigo.