AZKABAN

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"Black

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"Black... Sirius Black."

Un hombre de barba negra y dentadura estropeada giró lentamente su rostro desde las sombras. 

—Ministro— murmuró con voz ronca, parecía que no la hubiese empleado en mucho tiempo.

Cornelius Fudge se había detenido frente a él, justo al lado opuesto de una celda vieja y roída. 

Colocó el tomo más reciente del Diario El Profeta debajo del brazo para sostener con firmeza la varita, iluminando al prisionero desaliñado que tenía frente a él.

—Espero que te estén alimentando bien; cada año te veo más delgado—, observó Cornelius, quien en ese momento ocupaba el cargo de Ministro de Magia.

El preso giró sus grandes ojos grises y hundidos para escudriñar al hombre encapuchado, sin estar seguro si intentaba ser amable o se burlaba de él. Fudge, en respuesta, carraspeó incómodo.

—No soy muy adepto a la especialidad del chef de este sitio —contestó —, aunque admito que tiene mejor sazón que el de mi madre.

Tras aquella broma el ministro se relajó y enarcó una media risa. 

 —Veo que este lugar no te ha quitado el sentido del humor.

«El sentido del humor» repitió mentalmente. 

Era posiblemente el último vestigio sobreviviente de lo que alguna vez fue él, Sirius Black. Un extraordinario animago alegre y socarrón, aquel brillante alumno con una labia insaciable que había conocido como nadie los pasillos de Hogwarts, el líder espontáneo y ocurrente de Gryffindor, y el rebelde incorregible de la mágica alta sociedad londinense. Ese hombre ya no existía. Sirius Orion Black había fallecido muchos años atrás. Había muerto al momento de ver el cadáver de James Potter, su mejor amigo. Ahora solo quedaba una sombra de lo que fue, un alma en perpetua cautividad en Azkaban, no solo preso por los barrotes y la prisión misma, sino, preso también de si mismo. Su amargura, sus recuerdos y su rencor. 

 Cualquiera habría considerado más misericordioso sumirse en un abismo de demencia, perder completamente la razón y así poder olvidar tanto a los muertos como a los vivos. Sirius habría dado cualquier cosa por borrar de su mente toda esa horrenda serie de desdichas que lo llevaron a terminar en esa insoportable situación. Pero Azkaban le negaba ese privilegio; sus recuerdos y su cordura permanecían tan frescos como el día en que cruzó por primera vez las rejas. 

—¿Qué lo trae por estos rumbos Ministro?—preguntó el recluso.

—La inspección anual a la prisión.

El preso desvió la mirada, perdiéndose por un segundo en sus propios pensamientos.

—¿Ha pasado un año?— Se preguntó en voz alta.

 Hacía tiempo que había perdido toda noción del pasar de los días, las semanas y los meses. No tardó en darse cuenta de que cumplía doce años. Doce años desde la caída de Voldemort, doce años desde la muerte de James... doce años apartado del mundo y cuatro mil trescientas ochenta noches atormentado por los más siniestros deseos de venganza.

 —El tiempo vuela cuando te diviertes—bufó con ironía.

—Dicen los más veteranos que con cada año Azkaban se torna más... —el señor Fudge suspiró al echar un vistazo a la celda del prisionero —...tolerable.

Los párpados del preso se cerraron a media asta, inclinó ligeramente la nuca, descansando su cuello y dotándolo de un aspecto confiado y altivo.

—Si es que se logra acostumbrar a los Dementores—señaló apuntando con la mirada ese velo negro y harapiento que se sostenía en el aire, volando por encima de ellos. Apenas se mantenía a raya gracias a las hileras de plata que la escolta de aurores del ministro arrojaban de sus varitas.

—Aparentemente, Black, has estado lidiando con ellos mejor que otros presos —observó inquieto y algo asustado el ministro de magia.  No había advertido la cercanía de aquél dementor. A pesar de los años de inspecciones, no lograba acostumbrarse a esas criaturas. Alzó las cejas. —No te quito más tiempo, Black —manifestó titubeante marcando el fin de la conversación —hasta el próximo año.

—Ministro...— Sirius llamó antes de que el ministro redoblara el paso. Cornelius le atendió con la mirada. —¿A terminado de leer el periódico? —. De pronto señaló con su dedo huesudo hacia el ejemplar del profeta que se encontraba bajo el brazo de Fudge. —Echo de menos los crucigramas del reverso.

—Supongo que no tienes prohibido resolver un par de acertijos—Consideró el ministro sacando los pergaminos del brazo y posteriormente extendiéndolos al sujeto detrás de los barrotes.

—Gracias —asentó el prisionero con educación tomando el pergamino.

Observó al ministro hasta que este cruzó la puerta al final del pasillo seguido de su escolta de magos.

Se acomodó en un puñado de ladrillos que fungían como asiento, desdobló las hojas, y al primer vistazo reparó en aquél titular de letras gordas y grandes:

 "FUNCIONARIO DEL MINISTERIO DE MAGIA RECIBE EL GRAN PREMIO"

El título se acompañaba de una fotografía dónde una muy numerosa y pintoresca familia de magos, saludaba desde las pirámides de Egipto. Se dio una relamida en los dedos para pasar a la siguiente página. Pero algo en esa imagen, un insignificante detalle había captado su atención abruptamente.

En el centro del cuadro, justo entre una señora rechoncha y un hombre alto y calvo, se encontraba un chico, de no más de 13 años, larguirucho y pecoso. En su hombro se erguía una familiar criatura rolliza y grisácea, de dientes prominentes y cola pelona.

De haber tenido un espejo seguramente se habría percatado de que había perdido tanto la movilidad como el color de su rostro.

— Peter —murmuró en un seco y perplejo aliento.


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Sirius Black, Escape de AzkabanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora