Acto II: Sin esperanza ni perdón

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Las esposas e hijos de aquellos hombres, a los tres días de espera, perdieron toda esperanza. El pueblo se sumergió en un mar de lágrimas y sollozos. Las nubes se amontonaron sobre los tejados y hasta el cielo comenzó a llorar, compartiendo la pena de aquellas buenas gentes. Con la aguacero bajo su ventana, el alcalde escribió una carta a Farna, capital del principado, pidiendo ayuda urgente. Avisaba sobre la aparición de una extraña criatura asesina y rogaba por un auxilio inmediato. Pero nadie respondió.

Varias semanas después, y a pesar de los constantes avisos y precauciones, la bestia se cobró dos vidas más; otra joven y un niño. La desgracia había echado raíces en Lenci y no dejaba de crecer. Para colmo, el mal tiempo no cambiaba, la lluvia no remitía y el sol apenas se dejaba ver. Cuando se celebraba el entierro del pequeño Mark Hansen, de doce años, la lluvia caía con fuerza sobre los paraguas de los congregados. Casi todo el pueblo había decidido asistir al evento, enlutados, cabizbajos y sumidos en una profunda pena.

Samuel Hara, oficiando el entierro, leía con la voz rota unas líneas de la Biblia, mientras dos hombres echaban montones de tierra sobre el pequeño ataúd de Mark. Entre las palabras del capellán, una voz entrometida exclamó:

-¡Diablos! ¡¿En serio no hay una maldita posada abierta en todo el pueblo?!- dijo un descarado viajero que pasaba por allí. En cuestión de segundos se convirtió en protagonista de todas las miradas. Se trataba de un hombre alto y corpulento, de aspecto exótico y desaliñado. Pelo largo y enrrastado, ojos azules y barba de tres días. Con ropa de tonalidades verdes, sucia y raída. Cargaba sobre los hombros una enorme mochila de viajero.

-¿El pueblo entero acudiendo a un entierro? ¿Acaso se ha muerto el alcalde?- preguntó, mirando a su alrededor con una amplia sonrisa.

-Siento decepcionarte, pero yo estoy vivo. Rendimos pleitesía a un pobre niño asesinado. El pueblo entero está aquí porque todos le conocíamos y le queríamos. Lárgate y vete con tus malos modales a otro sitio, no estamos como para soportar las tonterías de un forastero.- dijo el alcalde, con voz triste y mirada hueca.

-¿Pero era un niño, o el hijo del Emperador? ¡Venga ya, no es para tanto, dadme de comer, estoy hambriento!

-¡Malnacido, vete de aquí ahora mismo o llamaré a la guardia!- gritó el alcalde, perdiendo la calma.

-¿La guardia? ¿No están todos de baja por depresión por la muerte de un crío?- bromeó el forastero.

-¡Ya está bien! ¡Guillen, Ricardo, sacad a este desgraciado de aquí!- el alcalde gesticulaba bruscamente, nervioso y con aspavientos, dirigiéndose a dos hombres fortachones que estaban allí. -¡Vamos, echadlo a patadas!

Los hombres obedecieron encantados. A ellos, al igual que a todos los asistentes, también les habían ofendido las palabras de aquel individuo tan descarado.

-¡Diablos, solo quiero un poco de agua y comida!

Los hombres seguían avanzando, despacio pero decididos.

-Oíd, vosotros, os vais a caer si no os atáis los cordones. –dijo el forastero.

Los hombres rieron; no iban a caer en una treta tan burda. Pero, sin embargo, un par de segundos después de terminar la frase, dos enganches metálicos salieron del suelo como por arte de magia, atrapando los pies de aquellos tipos. Sorprendidos e incapaces de mantener el equilibrio, cayeron de bruces contra el suelo. El público quedó alucinado, nadie se explicaba de dónde habían salido ese par de cepos, ni cómo los había colocado ahí sin mover un dedo.

-Estabais avisados. Aquí el cazador soy yo, y ni en mil años podríais atraparme, estúpidos pueblerinos.

El Alcalde estaba a punto de estallar en cólera, hasta que fue capaz de asimilar aquellas palabras. Pensó en Farna, en su carta, quizá por fin se habían dignado a mandar ayuda. Contuvo su rabia y preguntó con toda la cortesía que pudo:

-¿Vienes de Farna para ayudarnos con el monstruo?

-No, no vengo de Farna. ¿Qué ayuda? ¿De qué monstruo hablas?

Decepcionado, el alcalde se encogió de hombros. Se llevó la mano a la barbilla y empezó a pensar. Barajó las posibilidades presentes: podía aprovechar las evidentes habilidades de caza de aquel hombre y obligarle, como castigo por aquella ofensa, a probar suerte contra el monstruo, o podía ordenar al pueblo entero que lo lincharan por desacato. De un modo u otro, el tipo terminaría muerto. Así que, tras reflexionar unos segundos, el alcalde impuso su decisión:

-Has cometido un delito resistiéndote contra la autoridad, pero puedo olvidarme de esto si nos ayudas con nuestro problema.

-¿El del monstruo? –preguntó el forastero arqueando una ceja.

-Sí, en efecto. Ha matado a un niño, dos mujeres y a una batida de diez hombres. Es improbable que lo consigas, pero por tus ofensas deberás intentarlo. Y si te escapas, te convertiré en el responsable de las trece muertes y todo el Imperio clamará por tu cabeza. Quizá de ese modo Farna se tome más en serio mis peticiones.

-¿Escapar? ¿De una aventura como la que me ofreces? ¡Hace años que no recibo una petición de caza tan interesante! ¿De verdad ese monstruo mató a diez hombres él sólo?

-Tendrás todos los detalles que quieras en un par de horas, en mi despacho. Ahora, por favor, déjanos terminar lo que hemos empezado.

Aquella noche el alcalde mantuvo una prolongada conversación con el forastero; le explicó todo el problema aderezado con todo lujo de detalles. El viajero escuchó en silencio y atento las palabras. Cuando llegó su turno, le explicó quién era, de dónde venía y de qué clase de trabajos vivía. Su nombre era Aníbal Sauce, veterano cazador y maestro trampero. Poseía un asombroso historial de logros y hazañas, todos ellos relacionadas con la caza; había derribado presas terribles, legendarias, depredadores cuyo nombre causaba pavor. El alcalde escuchó sus historias algo incrédulo. Pero en parte quería creerle, deseaba que la presencia de aquel hombre fuese cosa de Dios, que se había apiadado de Lenci, enviando la solución.

-Te proporcionaría unos cuantos hombres de apoyo, pero nadie se prestará a una misión con tan pocas posibilidades de éxito. Además, todos están aterrados.- expuso el alcalde.

-No quiero a un grupo de hombres gordos y ruidosos a mi alrededor. Limitarían mis sentidos y tampoco quiero hacer de niñera. Así está bien, trabajo mejor sólo.

-Bien, en ese caso, empieza cuando quieras.

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