Acto IV: Duelo desenfrenado

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El airado demonio derribó varios árboles mientras intentaba recuperar el equilibrio. Entretanto, Aníbal, haciendo acopio de una resistencia admirable, se incorporó a pesar del dolor punzante que le destrozaba los tímpanos. Con paso borracho buscó un árbol en el que apoyarse, sin quitarle el ojo de encima a su presa.

-Vamos a ponernos serios contigo.

Terminó la frase, agitó los brazos y sus mangas escupieron hilos que se arremolinaron a su alrededor, como si tuviesen vida propia. Era obvio, aquellos hilos no eran comunes, ni siquiera estaban formados por fibra, sino por una aleación metálica. Empezaron a bailar, a juguetear con el aire y a trepar por el antebrazo de Aníbal.

Con un brusco zarandeo de muñeca, los hilos salieron disparados hacia el demonio de hielo, quien ni siquiera tuvo la oportunidad de apartarse; aún se estaba recuperando del shock y los hilos en movimiento eran casi imperceptibles. En cuestión de segundos se formó una maraña a su alrededor, envolviéndolo por completo.

-¡Vuelve al infierno, engendro!

Las finas cuerdas comenzaron a chisporrotear. De repente, una potente y visible corriente eléctrica recorrió los hilos desde las mangas de Aníbal hasta la mole de hielo y acero que envolvían. Saltaron chispas y destellos por doquier. El demonio de hielo comenzó a rugir de dolor. Aquella descarga eléctrica le había hecho mucho daño, aunque aparentemente estuviese igual que antes.

Colérica, la bestia extendió sus extremidades y quebró los hilos en mil pedazos. Recuperada o no, iba a atacar, la rabia y el dolor la habían sumido en un estado berserker realmente inquietante. En ese momento, hasta Aníbal sintió un escalofrío. Quizá fue esa sensación la que le privó de los reflejos necesarios para evitar la inminente embestida. Pues por desgracia, se apartó de la trayectoria demasiado tarde y su costado se llevó la peor parte. Dos, quizá tres costillas rotas. La situación había empeorado, y mucho.

Para colmo, un trueno, seguido de un relámpago, anunciaba tormenta. La lluvia entorpecería sus sentidos, su capacidad de movimiento y anularía por completo su habilidad para colocar explosivos en objetos comunes. Pensó en un plan lo más rápido que pudo, pero la siguiente embestida se le venía encima, casi tan rápido como el segundo trueno. Esta vez tuvo más suerte y rodó a ras del suelo, evitando el demoledor empuje de la bestia.

-Diablos, no me vas a dar ni un respiro ¿eh?

El cazador recogió un puñado de piedras del suelo y repitió los vocablos arcaicos de la última vez. La lluvia era inminente, al igual que la tercera embestida.

-¡Trágate esto!

Con toda la precisión que su malherido costado le permitió, lanzó las piedras al interior de la boca del monstruo, mientras éste avanzaba hacia él a una velocidad imposible. No tenía tiempo para apartarse, y justo cuando todas esas toneladas de acero y hielo se le venían encima, su plan surtió efecto. Las piedras estallaron en el paladar del engendro, frenándolo bruscamente y convirtiendo su boca en un montón de humeantes llamas. El demonio intentaba apagar aquel fuego restregando el hocico por el suelo pero, a pesar de su brío, el fuego no remitía. Aníbal ya lo estaba celebrando, pero empezó a llover.

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