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R.154 se despertó, como hacía usualmente, unos minutos antes de que el sonido de la sirena anunciara que había llegado el momento de levantarse. Al incorporarse de la cama, extendió su mano hacia el compartimento distribuidor de alimentos, donde una cinta transportadora acababa de traer hasta su celda un vaso con leche tibia y una barra de chocolate. Usualmente solía deglutir el chocolate y beber la leche en apenas unos pocos minutos. Pero esta vez no lo hizo inmediatamente. Se tomó un buen tiempo en percibir los aromas de ambos alimentos, llevándose el vaso de leche hacia la nariz y luego la barra de chocolate, aspirando de manera profunda, intentando percibir por última vez aquellos olores. Finalmente empapó su boca con un poco de leche y esparció el líquido por sus labios con delicados movimientos de su lengua. Dirigió su mirada hacia el amplio ventanal y se sorprendió al descubrir que podría llegar a sentir cierta nostalgia por aquella imagen de la cúpula, con sus ventanitas rectangulares en las cuales anidaban las palomas, de aquel bosque encantador que rodeaba aquella estructura, que probablemente era una iglesia, de los sonidos de los grillos, que tanto lo ayudaron a conciliar el sueño cuando era sólo un niño, aunque todo eso, si bien parecía estar vivo y en constante movimiento, era, claro, sólo una imagen digital, pues no había, no podía haber ninguna salida, ningún contacto con el exterior.

R.154 aún recordaba el día en el cual fue transferido a su actual celda. Por entonces era sólo un preadolescente. Una rectora le había explicado que pulsando una opción podía elegir la imagen que quisiese, el fondo del mar, una playa paradisíaca, montañas, mientras iba mostrando las diferentes opciones, R.154 preguntó qué era aquello.

– Una cúpula, un bosque –respondió la rectora.

– Ya lo sé, pero ¿qué es? – quiso saber R.154

– Qué es específicamente, dónde estaba, no podemos saberlo. Se trata de un registro que nos ha quedado de los viejos tiempos. Es todo lo que puedo decirte. Lo siento.

R.154 jamás cambió la imagen de lugar. Otros R. se entretenían buscando nuevos paisajes. Pero él prefería imaginar que aquel ventanal era real, que había algo más allá. Pasó muchos noches observando el transcurrir de aquella imagen, pensando que además de palomas, en algún momento debería aparecer la figura de algún hombre, o de alguna mujer, algún indicio de los que realizaron aquel registro. Pero jamás pudo observar a nadie. Sólo palomas, viento, árboles, hojas secas, barro, lluvia. Nada más.

Todavía no había terminado de beber la leche –que ya estaba fría– cuando la puerta de la celda se abrió para permitir el ingreso, tal como sucedía todas las mañanas, de la higienizadora. R.154 la recibió con una sonrisa. Era ella. Una muchacha rubia y regordeta que sabía excitarlo de manera adecuada. Algunas higienizadoras cumplían su tarea de manera mecánica. Pero ella no. Podría decirse que disfrutaba el trabajo. Mientras la rubia se calzaba los guantes térmicos –cuya rugosidad simulaba, si eran bien empleados, la cavidad interna de una vagina– R.154 se quitó la única prenda que llevaba puesta para comenzar a masajearse el pene en la búsqueda de una erección. Cuando era más joven, el procedimiento era realizado sobre el miembro de R.154 para recolectar semen por medio de un dispositivo adaptado para tal fin. Pero luego de cierta edad eso ya no era necesario. Aunque todos los R. debían ser descargados dos veces al día: durante la mañana y por la noche, antes de acostarse. La rubia le solicitó a R.154 que se acostase sobre la cama.

– Hoy es tu último día aquí –dijo.

– Así es –respondió R.154–. Estoy contento de recibirte. Temía que pudiese ser otra la que viniese.

La mujer le devolvió el cumplido con una sonrisa y le solicitó que cerrara los ojos y se relajase. R.154 así lo hizo. La mujer comenzó a morder suavemente una de sus orejas, para luego lamerla, de manera delicada, después con abundante saliva, introduciendo su lengua en el orificio del oído, mientras emitía un leve gemido. R.154 percibía su aliento y ahora su mano, envuelta en el guante térmico, que comenzaba a acariciar su pene, ya completamente erguido, para luego tomarlo con ambas manos y empezar a masturbarlo con movimientos muy lentos. R.154 intentaba controlarse, aunque su respiración se agitaba y sus piernas comenzaban a sacudirse por espasmos de placer, que eran cuidadosamente administrados por la higienizadora, pues por momentos tomaba con fuerza todo el tronco del pene para realizar movimientos rítmicos hacia arriba y abajo, para luego detener la operación y mantener apretado el glande, de manera tal de extender el orgasmo, evitando la eyaculación, y así nuevamente con movimientos cada vez más lentos y suaves, interrumpiendo una y otra vez el coito, hasta el momento en el cual la hinchazón del pene se torna insoportablemente dolorosa y sólo puede ser aliviada por la expulsión de un abundante chorro de semen.

Los Hombres Sobran (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora