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Alexia era propietaria de una explotación agropecuaria en la cual diferentes producciones –tales como maíz, aves de consumo y miel– convivían con la recepción de ocasionales turistas urbanos. Una vez al año, por lo general cuando la mayor parte del personal de la explotación se tomaba vacaciones, ella aprovechaba para trasladarse hacia el lugar y verificar –supuestamente– el estado general de la empresa, aunque en realidad sólo le interesaba alejarse del encierro de las obligaciones de la reserva y de la rutina en la que se habían transformado incluso las actividades que en otro tiempo le resultaban placenteras.

Pero este año era distinto. Alexia se aseguró, con algunos meses de anticipación, que al momento de su llegada no quedasen tareas que requiriesen mano de obra –como la carga de alimento balanceado en la distribuidora de raciones del complejo aviar– e instrumentó todo de manera tal que sólo ella y el R. fuesen los únicos habitantes momentáneos de aquel lugar.

Alexia estaba obsesionada con el hecho de asegurarse que el R. pudiese conocer el cielo. La brisa de la primavera. El olor verdadero del humus deshaciéndose entre los dedos.

Pero a R.154 esas cuestiones no le preocupaban. No importaba el lugar ni las circunstancias mientras tuviese el tiempo y los recursos necesarios para alimentarse de manera equilibrada, expandir sus conocimientos y quemar al menos la misma cantidad de energía diaria incorporada. A pesar de ello, había comenzado a entusiasmarse con la idea de salir al exterior al contagiarse de la excitación que mostraba ella cada vez que hablaba del asunto.

– ¿Qué te pareció? –preguntó ella. Estaba acurrucada y envuelta en una gruesa frazada, mientras se frotaba las manos y luego las abría para dirigir sus palmas hacia el calor del fuego del hogar alimentado con madera y hojas secas de eucaliptus. Unos pasos más allá, pero también cerca del hogar, pues el fuego era lo único a mano en aquella cabaña para protegerse del intenso frío nocturno, estaba R.154, sentado, con las piernas extendidas sobre el piso, las plantas de los pies apuntando hacia el calor ígneo, las manos extendidas por detrás de la espalda a modo de apoyo, observando con regocijo la expresión de calidez maternal en el rostro de ella, aunque él, claro, no tenía manera de definir aquello. Habían pasado la primera tarde juntos en la explotación.

– ¿Qué me pareció? Estoy encantado de compartir todo esto con vos –respondió él.

– Yo también –dijo Alexia–. Pero no me refería eso. ¡Es la primera vez que sales al exterior en toda tu vida! ¡Todo un acontecimiento!

– Te veo tan emocionada y yo, sinceramente, sólo puedo decirte que lo que experimenté hoy no difiere mucho de las realidades similares que percibí en ámbitos virtuales.

– No podés decirme eso– repuso Alexia. Parecía decepcionada.

– Desearía poder mentirte. Pero no puedo hacerlo.

– Esta es tu primera experiencia sensible genuina en un entorno abierto –exclamó ella, casi como retándolo–. Hoy fue un día nublado. Probablemente fue eso. Quizás entiendas de qué estoy hablando cuando salga el sol.

– Muchas de las cosas que sabes seguramente las aprendiste sin la necesidad de haberlas experimentado de manera directa y, sin embargo, ese conocimiento es tan genuino como cualquier otro. Aparentemente no te estás dando cuenta de lo que realmente ocurrió esta tarde.

– Así que no pude darme cuenta –dijo Alexia sin comprender hacia dónde estaba derivando la conversación con el R.

– No.

Una chispa salió despedida del fuego del hogar. Ella se sobresaltó. Él permaneció inmutable.

– Cuando me llevaste a conocer el roble para colocar mi mano sobre la corteza del árbol, no estaba experimentando nada que no hubiese sentido antes, salvo el hecho de que estabas a mi lado y que en tu mirada había un asombro prístino, similar, quién sabe, al que alguna vez tuviste siendo niña, cuando, en ánimo de descubrirlo todo, el mundo se recreaba ante tus ojos con cada uno de tus actos. No te confundas, Alexia: somos nosotros la experiencia genuina, este lazo que hemos creado, el momento que compartimos juntos.

No dejaron de mirarse por un buen rato.

– ¿No vas a decir nada? –preguntó él con cierta inquietud.

– Estaba pensando –respondió ella con sonrisa espléndida.

– ¿Qué estás pensando?

– Nada. Es una tontería.

– Quiero saberlo de todas formas.

Alexia inclinó la cabeza para dirigir la vista hacia ningún lugar.

Se esforzó en buscar las palabras más precisas posibles para intentar expresar lo que acababa de recrear su imaginación, el fin del mundo, un gran cataclismo del que nadie podría escapar, ambos compartiendo los últimos minutos, mis manos sobre tus mejillas, las tuyas sobre las mías, contemplando tus ojos, pero sin angustia, sabiéndome afortunada de tenerte a mi lado antes del más completo olvido, pronto nos esfumaremos, pero estamos completos, estamos al final del camino, donde debíamos llegar, juntos.

– Estaba pensando en que quisiera conservar este día para siempre –dijo finalmente Alexia. Y extendió completamente sus brazos, sin dejar de sostener la frazada entre una punta y la otra con ambas manos, para invitarlo a acurrucarse junto a ella.

Él aceptó la invitación. El contacto físico pronto le provocó una erección. Introdujo una mano entre la vestimenta de ella para deslizarla por su piel en búsqueda de sus senos, mientras colocaba la otra sobre uno de sus muslos con intenciones de llegar hasta la cavidad de su sexo.

– Esta noche no –dijo ella. Lo hizo de una manera tan brusca que estaba perfectamente claro para él que la negativa era innegociable.

– ¿Estás menstruando? –quiso saber R.154.

– No, todavía no. Pero no me siento del todo bien. Probablemente sea algo de lo que cenamos.

R.154 pensó que quizás estaba demasiado cansada. La cena había estado integrada por alimentos de fácil digestión.

No tardó en quedarse dormida en sus brazos.

Los Hombres Sobran (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora