16

85 11 3
                                    

– Tengo una sorpresa –dijo ella esa noche al regresar del trabajo.

R.154 se alegró al verla.

Estaba un tanto agotado: había pasado la mayor parte del día limpiando los diferentes sectores del departamento, pues Alexia lo había convencido de que esa tarea era ideal para reemplazar, al menos en parte, la rutina de ejercicios físicos realizada por él todos los días. R.154 accedió, pensando que nada podía ser más exigente que su rutina, pero con los días descubrió que aquella tarea resultaba ser insoportablemente extenuante.

– Quiero que te sientes aquí y mires esto –solicitó ella mientras señalaba el sillón–. Prestá mucha atención.

R.154 se acomodó en el sillón para comenzar a observar en la pantalla imágenes fijas y en movimiento de niñas. Quiso preguntar algo, pero Alexia le indicó, por medio de un gesto inconfundible, que no hablara hasta que no terminase de observar aquel contenido en toda su extensión.

Y así lo hizo.

Las primeras imágenes le resultaron enternecedoras. Pero pronto comenzó a aburrirse al ver tantas niñas corriendo, jugando con sus madres, comprando un vestido, tomando un helado, dirigió su mirada hacia Alexia en varias oportunidades para intentar expresar el fastidio que experimentaba, pero ella no reparó en él, estaba demasiado compenetrada con aquellas niñas, dibujando, saltando, saludando a la cámara con una sonrisa estúpida, R.154, cansado, dejó de prestar atención a las imágenes, sin dejar de hacer que las miraba, para reflexionar sobre lo que estaba sucediendo, elaboró algunas hipótesis tentativas, pero finalmente las descartó todas, porque consideró que no disponía de información suficiente.

– ¿Qué se supone que es esto? –preguntó el R. al finalizar la proyección de aquellas imágenes.

– ¿No adivinaste? –preguntó Alexia. Parecía estar algo desilusionada.

– ¿Debería haberlo hecho?

– Supuse que había alguna probabilidad de que pudieras adivinarlo.

– Ese comentario me hace sentir estúpido. Si estuvieses en las mismas condiciones en las que me encuentro, ¿podrías haberlo resuelto sin ayuda? –quiso saber el R.

Alexia no pudo contestarse esa pregunta.

– Probablemente el error fue mío al mostrarte tantas imágenes en tan escaso tiempo –indicó ella–. Quiero que mires sólo a esta niña, voy a ampliar la imagen de su rostro, para ver si podés observar lo que quiero que veas.

R.154 hizo el intento.

Pero no logró ver nada.

– Son tus hijas –confesó finalmente Alexia.

El hombre comenzó a lagrimear. Ella se emocionó y, aunque quiso evitarlo, no pudo contenerse y también empezó a sollozar. Se dirigió hacia él para abrazarlo con un cariño fraternal. Para entonces no había ya barrera alguna que pudiese reprimir el llanto simultáneo de ambos.

– ¿No son preciosas? –dijo ella–. Son cincuenta en total: el máximo permitido por donante.

– Este es el mejor regalo que me podrías haber hecho –dijo él con la voz entrecortada por la emoción.

No pudo evitar besarlo. Todo parecía fluir tan naturalmente. Alexia comprendió que, quizás por primera vez en su vida, se había entregado de manera imprevista a un torrente de impulsos que distaban mucho de ser meramente sexuales, pues podía sentir como el contacto de su piel con la piel del hombre hacía vibrar cada una de las células de su cuerpo y sus gemidos, incontrolablemente numerosos, provenían de un lugar tan profundo que al salir expelidos por su boca parecían viajar a la velocidad de la luz.

Al finalizar el acto sexual, que se repitió esa noche en varias oportunidades, el R. quedó profundamente dormido, mientras Alexia lo observaba desde el otro lado de la cama que ahora compartían y sentía que había llegado a la fase culminante de su existencia, que nada de lo que alguna vez recordaba haber experimentado podía compararse con ese momento, que eso es lo que había estado buscando desde siempre para completarse, si bien antes lo sospechaba, ahora lo sabía, no era una cosa lo que ella quería, no era un instrumento orgánico para metérselo erguido entre las piernas, era la posibilidad de recrear la naturaleza de ese instante asombroso en el cual dos personas, dos partículas insignificantes en el universo, dos fracciones de segundo en el océano del tiempo, esa ocasión única en la cual un hombre y una mujer se dedicaban completamente uno a otro para crear vida.

Alexia comprendió entonces que siempre había entendido al sexo, aún con aquellas mujeres que había amado, como un instrumento para dar y recibir placer.

Pero esa noche había sucedido otra cosa.

Aunque no podía definir bien qué era.

Sí sabía que, a pesar de quedar deshecha, dolorida incluso, había experimentado aquella noche lo que ella misma definió como un flujo de energía revitalizador, un éxtasis profano, una nueva mirada con ojos translúcidos que transformaba en bello lo que antes parecía ordinario.

Probablemente no había palabras suficientes para describirlo. Pero Alexia contaba con la inteligencia necesaria para saber que había descubierto algo demasiado peligroso.

Jamás hubieses podido explicarle a una daltónica acromática –sin aún existiesen, claro– qué son los colores. Pero si le dijeras que tienes en tu poder algo que le permitiría a ella descubrir todos los colores, que ya no habría más negros ni grises, y si esas daltónicas no fuesen unas pocas, sino toda la población existente, entonces tendrías algo que todas quisieran tener, algo con demanda ilimitada, pero oferta inexistente.

Tendrías el germen de una revolución.

Alexia seguramente para entonces ya era plenamente conciente de que había cometido un crimen de tal magnitud que ni siquiera estaba tipificado como tal, pues nadie se había atrevido a expresar el castigo que podía llegar a tener una acción de esa naturaleza.

Pero a ella eso poco le importaba entonces. Las pocas mujeres que sabían del hecho no se atreverían a hablar porque habían sido partícipes del mismo. Nada podía suceder –reflexionaba Alexia– mientras la conservación del hombre fuese un acto privado que no afectase a terceros.

Los Hombres Sobran (#1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora