Por años, cada día de mi vida fue igual: levantarme con el agotamiento que arrastraba del día anterior, quizá cambiarme la camiseta o algún otro movimiento para verme aceptable, hacerme un pequeño desayuno, ir a la escuela, observar, observar, observar y volver a casa.
No es que precisamente odiara la manera en que todo seguía su flujo, pero a veces me gustaría que pasara algo inesperado, pues las cosas podían ponerse un poco aburridas. Sin embargo, prefería la tranquilidad y la certeza de que todo iría de manera usual. El cambio puede ser difícil de aceptar, y más si llega de forma brusca.
Cuando mi madre nos dejó, fue como si toda la escuela hubiera decidido que era mejor tomar precauciones para conmigo. Tenía 9, así que no fue como que haya perdido las amistades de mi vida ni nada parecido, pero sí causó que se abriera una brecha enorme entre mis compañeros y yo. Fue raro, porque desde entonces la mayoría de las personas me veían como la niña a la que su mamá dejó porque se volvió loca o algo así, y eso me convertía en la niña que podría volverse loca o algo así también.
No sé si realmente se me consideraría de los que están bajo la etiqueta de "marginados", porque, extrañamente, a mí nunca me hicieron lo que a muchos sí; nunca me dedicaron más que miradas de compasión y quizá algunos secreteos a mis espaldas, pero de todos modos si así fuera, déjenme decirles que ser un marginado no es tan malo como parece. Gracias a eso, pude darme cuenta de detalles que los demás pasaron por alto; por ejemplo, cómo el grupo de 8 amigas terminó dividido en 4 parejas que continuamente se saboteaban, o cuando los niños pasaron de "¡Ahhh! ¡Niñas!" a "Ahhh... niñas", o de que poco a poco los que decían que se odiaban terminaron llevándose mejor que el resto de nosotros.
Los primeros días, los niños con los que a veces jugaba me insistían mucho para que saliera con ellos al patio, pero para la segunda semana cuando alguien preguntaba "¿Le decimos a Hada?", alguien más soltaba un comentario entre las líneas de "Ya sabemos que no". Me puso triste que dejaran de intentarlo, pero tenían razón.
Los siguientes fueron los maestros. Al principio, cada que me veían sola dentro del salón en los recesos, se me acercaban y trataban de iniciar una conversación. No entendía por qué si les incomodaba tanto, todos tenían que acabar hablando de mi familia. ¿Que si sabía que mi mamá me quería mucho y que mi papá cuidaría de mí? Eso no lo podía responder, pero ¿por qué no mejor me contaban sobre la última caricatura que vieron o algo así? Habiendo tantas cosas que ponen alegres a los niños... Nunca supe cómo seguir tal hilo, así que mejor me quedaba callada.
Supongo que se drenaron rápidamente, porque cada vez se volvía más largo el intervalo de días entre los que me dirigían la palabra después de las clases, hasta convertirse en asunto de una vez al mes y finalmente llegaron a nada en absoluto.
Pero pronto la tristeza se me pasó, y la escuela se convirtió en uno de los lugares en los cuales podía olvidar un momento el drama por el que mi vida se había visto rodeada. Me gustaba ir a la parte trasera, que era la perfecta combinación de tierra y pasto, con algunos árboles y arbustos. Lo que más me gustaba era hacer casas para cualquier animal que me encontrara, desde las mariquitas y chinchillas hasta las iguanas y sapos. Usaba piedras, hojas y ramas mayormente.
Una vez, diseñé una para una pequeña rana, y me sentí tan feliz con el resultado que terminé llevándolas conmigo a las clases restantes y a mi casa (sí, ambas cosas, la rana y su casa nueva). Creo que no fue la mejor idea mover mi creación a una caja de zapatos, porque al día siguiente, cuando me destinaba a ponerle insectos muertos para que comiera, la ranita estaba tiesa. Quizá tuve que haber hecho orificios.
Papá me vio muy desanimada, y aunque no terminó de entender mi historia sobre cómo conseguí una rana y la tuve un día entero sin que él se diera cuenta, decidió sorprenderme con un pez beta azul.
El pequeño pez tenía tendencias suicidas y saltaba fuera de su pecera a momentos aleatorios. Lo salvé un par de veces, porque me encontraba cerca y reaccioné rápido, pero la última cayó detrás de mi tocador. Me había sorprendido tanto, que olvidé por unos buenos minutos que, de hecho, el pececillo se estaría ahogando todo ese tiempo en que yo miraba la pecera y el hueco por el que había desaparecido, así que cuando llegué con mi papá a rastras para que moviera el mueble, era de esperarse que el pobre estuviera tan quieto como una sardina enlatada.
Papá me propuso adoptar un perro, pero yo supe tomar el mensaje que madre naturaleza me estaba dando: las mascotas no eran lo mío. No quería que ningún otro animal muriera bajo mi cuidado, así que me conformé con poder convivir con los que había en la escuela y con los que me encontraba cuando iba por la calle.
Así, con un papá que lo intentaba, pero sin mascotas ni amigos, y siempre, siempre observando, fueron pasando las estaciones, y con ellas el tiempo. Para cuando me quedaban sólo algunos meses más en la primaria, teniendo 12, pasar el tiempo sola era lo mío. Siempre encontraba algo con lo cual entretenerme y dominaba a la perfección el desconectarme de mi cuerpo para poder viajar en mi vasta imaginación.
Algunos lo llaman soñar despierta, y de ahí es de donde salían la mayoría de mis dibujos. En ese entonces no eran buenos, de hecho considero que a penas hace un año comenzaron a lucir artísticos, pero no me podía importar menos. Para mí lo importante era capturar los momentos y las ideas. Así, en caso de que volviera mamá, tendría una manera gráfica de mostrarle de qué le estaba hablando.
Nunca perdí la esperanza de volver a verla, de que regresara con nosotros. Mi madre no era mala y sé que le hubiera gustado quedarse a nuestro lado. Antes, me tranquilizaba pensar de su ausencia como si se trataran de unas muy largas vacaciones, pero cuando caí en la cuenta de por qué se había ido, también tuve la realización de que jamás podría tomarse unas vacaciones. Lo entendí, porque empezó a pasarme lo mismo. Y nunca había deseado tan fervientemente que estuviera a mi lado.
Nunca me sentí tan terriblemente sola como entonces... Y como en realidad lo había estado desde el momento en que salió por nuestra puerta aquella noche de abril.
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cañón humano
Ficción General"Carrie & Lowell is the seventh studio album by American musician Sufjan Stevens, released on March 31, 2015. The album title comes from Stevens' personal life, taking the names from his mother Carrie and her second husband Lowell Brams. The songs w...