Dos

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—Caminé hasta que me dolieron los pies, sin dejar de llorar

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—Caminé hasta que me dolieron los pies, sin dejar de llorar. No tenía la menor idea de qué hacer o hacia dónde ir. A lo lejos vi una pequeña luz de una estación de autobuses y llegué hasta ella; me recosté y no tardé mucho en quedarme dormida. No sé con certeza qué tiempo pasó, pero la voz de un señor me despertó. Recuerdo como si fuera hoy nuestra conversación:

Niña, es muy tarde para que estés sola y tan alejada del pueblo ¿quieres que te lleve a tu casa? —preguntó amablemente.

—Al principio, dudé de siquiera contestarle, después de todo era un extraño, no sabía cuáles eran sus intenciones y a mi casa no podía volver, pero después de unos segundos, le contesté.

Gracias, pero yo no tengo casa.

—Dudo mucho eso, te ves muy bien alimentada y estás muy limpia para ser indigente.

—No lo soy —contesté secamente.

—¿Entonces por qué dices que no tienes casa? —inquirió.

Porque mis padres me echaron —confesé en medio de las lágrimas que ya habían vuelto.

¿Y por qué te echaron?

—Porque estoy embarazada —admití avergonzada.

—Recuerdo su largo y fuerte resoplido ante mi declaración.

Es imperdonable que te echaran de casa siendo una niña, solo porque estás embarazada, cuando en realidad es el momento en el que más deben ayudarte. Debes estar muerta de miedo.

Lo estoy, señor, como nunca lo había estado.

—¡Dios, ya me resigné al hecho de que no me diste hijos, pero estas personas tampoco se merecían ninguno, eh! —espetó mirando al cielo —, vamos a mi casa niña, por ningún motivo te dejaré dormir aquí; nunca me lo perdonaría. Mañana me llevarás a tu casa, hablaré con tus padres.

—¿Y qué pasó después? —Le pregunto curioso a mamá.

—Continuó hablando durante todo el camino. Me dijo que se llamaba Arturo Ortiz; yo, le dije que me llamaba Dania Morales y seguimos conversando de varios temas. Me contó que vivía solo, que era veterinario y que era dueño de la clínica veterinaria del pueblo al que íbamos. Luego de un rato llegamos a su casa, me trató muy bien y hasta pude dormir tranquila —Mamá sonríe, como evocando la sensación —. Para no cansarte, resumiré que la visita a casa de mis padres fue un desastre. Terminaron acusándolo de haberme embarazado y nos echaron a ambos.

—¡No puede ser! —exclamo—, ¿y entonces qué hiciste mamá?

—Nada, Don Arturo pidió a mis padres mis documentos y se convirtió en mi tutor legal. Terminé ese año escolar, al que le faltaba poco. Al siguiente año escolar estuve con mi panza y perdí semanas de clases luego de que nacieras.

—El abuelo Arturo siempre con su buen corazón —sonrío al recordarlo.

—Era un ángel —añade mamá —, todavía agradezco a Dios por haberlo enviado. Llegó esa noche porque un camión cargado de alimento para cerdos se había extraviado por primera vez en años, demasiada casualidad —dice mi madre.

—Nuestro ángel de la guarda.

—Sin duda lo fue y lo sigue siendo —concuerda mamá —, gracias a él pude terminar la escuela e ir a la universidad; gracias a él soy veterinaria, tengo mi propia clínica y un techo para ambos.

—Yo también le agradezco mucho y lo extraño —confieso.

—Pero no solo hizo eso, hizo mucho más —agrega —. Javier, nunca te he dicho esto, pero desde que comenzaste a jugar con objetos, noté que algo raro te ocurría, nada llamaba tu atención como a los demás niños —declara —. Pasaron los años y me di cuenta que nada de color parecía llamar tu atención. Así que te llevé al oftalmólogo, quien tras unas semanas de haber realizado toda clase de estudios; diagnóstico tu daltonismo.

—¿A qué edad fui diagnosticado?  —pregunto curioso, pues, hasta el momento, no sé la edad exacta.

—Tenías tres años de edad —responde —. Yo me sentí culpable al saber que las madres son las que transmiten el gen defectuoso. Me invadió la impotencia al no saber cómo ayudarte, lloraba la mayor parte del tiempo, hasta que un día Don Arturo me dijo las palabras más motivadoras de mi vida y, gracias a ellas, cambié de actitud; cambiando de paso tu vida —dice y se queda en silencio unos minutos.

—¿Qué te dijo?

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