25. Condenado

2.3K 264 284
                                    

Al día siguiente, su padre lo llevó en coche al instituto. Le había preguntado por la mañana si estaba seguro de querer ir y Dave asintió.

—¿Qué hago si me insultan?

Delante de la fachada crema y roja del instituto, Dave se había cruzado de brazos, sin querer bajarse del auto, diez minutos antes del primer timbre.

—Van a llamarme maricón y gordo, y...

—¿Y es verdad? No. Entonces diles que te insulten delante de mí, porque será la última vez que lo hagan.

Dave se lo quedó mirando, esperanzado, y sus pulmones se expandieron un poco más.

—¿Vas a darles una paliza?

—Si hay que llegar a ese punto para que estés bien, sí.

Dave tragó saliva.

—No sabes cuánto te he esperado.

Su padre lo analizó desde el cabello castaño que le caía sobre la frente, pasando por su rostro cuadrado, hasta las delgadas piernas envueltas en el chándal.

El chico había sonado desilusionado. Con la mirada perdida en la carretera, iluminada por el amanecer blancuzco, entre farolas y edificios descoloridos, Dave suspiró.

—Esperé que volvieras —dijo desganado—. Te esperé cuando llegó el primer novio de mamá... y el segundo. Y el tercero, y el cuarto, hasta el último. Quería que aparecieses de repente y les dieses una paliza a todos. Que les disparases con la metralleta. Pero tardaste cinco años.

Su padre se echó hacia atrás. El orgullo retenía las palabras como a rehenes en su lengua.

—Lo siento.

Le había costado.

Pero Dave sacudió la cabeza; agarró su mochila negra y abrió la puerta del coche.

—Ya da igual.

Era demasiado tarde: ya tenía el corazón desgarrado, el cuerpo herido y la mente corrupta.

Subió el pasillo de azulejos verdes en dirección a su aula. Por primera vez, se presentaría en clase sin cubrirse la cabeza, con su labio partido y la muñeca entumecida. En su rostro continuaban la sombra amarillenta en el pómulo y el corte en la otra mejilla.

—¿Dave?

Dave se giró.

Entre todos los alumnos del pasillo, reconoció a la dueña de la voz, porque sabía quién era.

Y de pronto la tenía delante de sí.

Jill Ros se abrazó a su cuello, pegada a su pecho de puntillas, y él no pudo evitar rodearle la cintura, aunque se le resbaló la mochila del hombro.

Necesitaba un abrazo con urgencia. Así que bajó la guardia.

—Te he echado de menos —la oyó decir; Dave hizo una mueca.

Había visto a algunas chicas de su clase mirarlos como si fueran bichos raros, porque el abrazo estaba durando demasiado, pero a él le dio igual.

—Y yo a ti —confesó, sin soltarle la cintura.

—Me alegra que hayas vuelto.

Habían estado escribiéndose los últimos días, pero Dave se limitaba a contestar con monosílabos y a preguntarle cómo estaba ella. No quería cargarla con sus miedos, sus heridas y sus preocupaciones. Con él.

—Si necesitas cualquier cosa...

—No, Jill.

Se incorporó para mirarla, aunque tomándole una mano. Aquella muchacha se merecía a alguien mejor, alguien con quien avanzar. Él era un inútil.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora