13. En el mismo infierno

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Cristina pensó que aquel día sería uno como tantos otros: llegaría a casa, saludaría a Egea con su mejor sonrisa y relataría cuatro tonterías que había aprendido en clase. Sin embargo, no notó que Dave, sin decir nada, comió a su mismo ritmo con el objetivo de terminar a su vez y, al dirigirse juntos a dejar los platos en el fregadero, él la agarró de la muñeca y le dijo que tenían que hablar.

—¿De qué?

Por un momento creyó que le confesaría que lo estaban golpeando, pero Dave desvió la vista hacia la escalera. No podía enfrentar esos inocentes ojos oliva que le habían estado mintiendo.

—¿Pasa algo, Dave?

Su madre los estaba mirando, igual que Egea, cuyas pupilas atravesaron las del chico, que tragó fuerte. Le ardía la garganta.

—Es sobre la escuela —mintió, y tiró de Cristina escaleras arriba.

Una vez la metió a su cuarto, cerró la puerta.

—¿Qué es? —preguntó ella, asustada, y él se cruzó de brazos.

—No sé, dime tú cómo está papá.

—¿Papá?

Dave la observaba como si hubiera cometido un crimen imperdonable. Parada frente a él, en sudadera azul y pitillos, la cabeza de Cristina se veía el doble de grande porque el fino cabello le cubría los delgados hombros; y su frente, más ancha.

Una niña de trece años no podía ser tan astuta.

—¿Él? —señaló con el dedo hacia el suelo, pensando que se refería a su padrastro en la planta baja.

—El real, tonta.

—Ah. ¿Papá?

Se le escapó un resoplido que la delató; en una fracción de segundo, perdió la cuenta de las veces que rezó que no supiese nada.

Una semana era muy pronto. Mentalmente se preparó para la bronca y para los gritos, porque nada doblaría el corazón de piedra de su hermano.

—¡Sabes de qué hablo, Cris! ¡No te hagas! —se enojó él—. ¡Ya me he enterado de que lo ves! ¿Estás idiota?

Helada y muda, Cristina entreabrió los labios. Había empalidecido.

—Papá se largó —apuntó Dave, con la garganta seca de ira—. Le damos igual, no existimos. Nunca le hemos importado. Siempre ponía la excusa del trabajo o de su religión... Y ahora se aparece no sé cómo y dejas que te engañe y te destroce, como Ciro y como todos.

—¡Cállate!

No la subestimaría más. Estallaría si era necesario.

—¡Papá no es así, no compares! ¡Nos quiere más que antes!

—¿Eso te ha dicho? ¿Y te lo has creído?

—Papá te quiere, Dave —dijo al fin, cruzada de brazos—, y te echa de menos. ¡Hasta patrullaba cerca del instituto para verte aunque fuese de lejos! Y para que lo sepas, fui yo a buscarle porque...

—¿Tú, como un perro? Creía que estabas conmigo, Cris.

—¡Y lo estoy! ¡Por ti le busqué, porque te quiero! —No podía ocultarlo más—: ¡No quiero que te hagan daño!

Dave frunció el ceño, confundido.

—Nadie me hace daño.

—¡No mientas! —suplicó, desesperada—. El marido de mamá te pegó, Dave, ¡y no digas que no porque yo lo vi! Te amenazó, te dijo que mamá no te creería si hablabas.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora