31. Correr el riesgo

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Jill, despierta desde las cinco y media de la mañana, estaba acurrucada en el sofá de la salita, bebiendo manzanilla, envuelta en su pijama amarillento de volantes en las mangas, con el cabello recogido en un moño desordenado.

Dave le entregó sus apuntes y ella los copió. Era una de las pocas mañanas en que Jill había desayunado y, cuando él lo supo, se sintió orgulloso de alguien más por primera vez.

Luego, acomodados en el sofá, Dave le contó que había estado estudiando, que seguía sufriendo pesadillas y que pasaba los recreos encerrado en los baños. Mientras hablaba, los ojos grises de Jill se deslizaron hasta la bandolera negra del muchacho.

—¿Has traído un libro? —preguntó extrañada.

Dave tardó unos segundos en percatarse de que se refería al interior de su bandolera.

—No, es... —Lo extrajo para mostrárselo y suspiró—. Es la Biblia de mi hermana.

Jill asintió y, antes de que él apartara el libro, le preguntó en un frágil hilo de voz si leería para ella.

—¿Yo? —Dave se removió incómodo en el asiento. Se le había desbocado el corazón de pensar que una chica lo oiría leer—. Leo muy mal. Ningún profesor me manda leer porque me trabo con las letras, me pongo nervioso... 

—Practica conmigo —lo cortó Jill, con tal dulzura que él se calló.

Y él no supo negarse. Sin idea de cómo comenzar, eligió al único evangelista que conocía del índice e inició en el capítulo uno.

Leyó despacio, con torpeza, porque hacía años que no leía nada más que mensajes de texto; prefería desperdiciar el tiempo viendo vídeos de personas siendo torturadas, peleas de perros o lo que le compartiese Álvaro. Quizá por eso tenía pesadillas todas las noches.

Al cabo de una media hora de lectura, sin saber cómo, Jill, que flotaba en su gran pijama amarillo, se recostó contra su hombro y su brazo se enroscó en el de él. Y la voz de Dave murió.

Se fijó en la mano de Jill, posada delicadamente sobre una de las suyas, y en sus uñas limpias. Si ella tenía miedo de salir a la calle, era por culpa de él.

—Princesa, si apruebo todas, ¿juegas conmigo al fútbol? —susurró.

Ella no contestó.

Estaba dormida.

Dave contuvo el aliento. Jill respiraba tranquila, con su dulce expresión, y él tuvo miedo de moverse por si la despertaba. Dudó, pero luego se inclinó y besó lentamente su cabeza. Su cabello canela olía a champú de naranja, a fresco.

Escuchó pasos deslizarse por el pasillo y, al mirar, vio a la madre de Jill, con sus anchas caderas y el cortísimo cabello negro, había entrado a la salita.

Dave apuntó rápidamente que Jill estaba durmiendo y la mujer, asintiendo con dulzura, se sentó en el otro sofá, a la derecha de los muchachos, cansada.

—Gracias por estar aquí —le dijo en voz baja—. Si no vinieras a traerle la tarea, ni se levantaría de la cama.

A Dave se le dobló el estómago. No se merecía que se lo agradeciera. No se merecía a Jill.

—Es mi amiga y estoy aquí para ella.

Era lo que se repetía a sí mismo, aunque desease con todas sus fuerzas algo más.

La madre de la chica pareció darse cuenta porque lo miró como si viese que en el corazón de Dave había un atisbo de esperanza. De ilusión.

—Ella necesitaba un amigo como tú.

𝐃𝐚𝐯𝐞 (EN FÍSICO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora